9ª 2019 • Bautismo inesperado
Salir de León fue menos sufrido pero no menos tedioso que la llegada.
Salía del albergue pasadas las 07:30, lo hacía acompañado de Rafa, un tocayo jienense, de Alcalá la Real, afincado desde hace años en Mallorca, un chaval de 25 años que empezaba, en aquel momento, a dar los primeros pasos de su primer Camino. Había caído, por suerte, en la habitación de cuatro que me habían asignado a la llegada a León y de la que yo era el primer inquilino. Su entrada en la habitación le delató de inmediato, era un buen tipo, seguro. Mientras se quedó organizando sus cosas yo me fui a comer y el haría luego lo propio, volviéndonos a encontrar luego en el albergue, donde aprovechamos para departir un poco más, con cuatro pinceladas de quienes éramos cada uno. Ante sus lógicos interrogantes, y posibles temores o dudas, por falta de contacto con el Camino, le ofrecí la posibilidad de que saliéramos juntos al día siguiente, yo no saldría muy pronto al tratarse de una gran ciudad, donde de por sí ver amanecer no tiene ningún encanto especial y si encima iba a estar cubierto o lloviendo como se preveía, salir antes de la siete sería un completo absurdo.
León era aún una ciudad aletargada, especialmente desde donde partíamos, el barrio Húmedo, después de una noche de sábado, tórrida y de jolgorio, como se espera siempre del barrio más popular y fiestero de una capital de provincia, por mucho que hubiesen estado cayendo chuzos de punta toda la tarde y toda la noche. Por supuesto ninguno de los de bares, restaurantes, cervecerías, cafés, pubs y demás locales, decenas de ellos por los que pasamos estaba abierto, en todo caso alguno cerrando.
Al llegar a una plaza cercana a la Catedral tuvimos la suerte de tropezarnos con el camión del servicio de limpieza que adecentaba y sacaba lustre a la zona. Me acerqué para preguntar a uno de los operarios si sabía dónde podríamos tomar un café antes de abandonar la ciudad, este, amablemente nos dedicó su tiempo para indicarnos perfectamente como callejear hasta llegar a uno que seguramente estaría abriendo o abierto ya y que, además, nos cogía de paso para retomar el Camino a la altura del Hostal de San Marcos, Hospital de Peregrinos en la edad media y hoy Parador de Turismo. Seguimos las indicaciones y en diez minutos inaugurábamos la actividad de aquella Confitería Cafeteria, donde nos acompañaron los dos cafés, por gentileza de la casa, con dos buñuelos a mi compañero de andanzas aquel día y con dos pastitas de té a mi, según habíamos elegido ambos. El día no empezaba mal! Tras rellenar las botellas de agua salíamos del madrugador establecimiento con los bártulos bien amarrados y dispuestos a comenzar nuestra jornada, 9ª para mi y 1ª para él. En la puerta nos hacíamos un selfie y comenzábamos a caminar con San Martín del Camino como objetivo de la jornada. Eran las 8:25.
En breve divisábamos la espectacular fachada de San Marcos y enfilábamos el puente sobre el río Bernesga, afluente del Esla. Cruzado el puente, se pierde cualquier opción de encontrar el más mínimo encanto arquitectónico. Después de avanzar por una avenida y desembocar en otra cuyo mayor atractivo son unas farolas rojas ubicadas en el centro de la misma y de, cuando menos, controvertido gusto en temas de mobiliario urbanístico. Tras esta avenida y después de cruzar una pasarela, nos adentrábamos en un barrio que debíamos cruzar callejeando, siguiendo las flechas amarillas, que nos llevaría a un polígono industrial y este a su vez a otra población aledaña a la capital a modo de pequeña ciudad dormitorio, Virgen del Camino, la cual una vez cruzada de extremo a extremo, nos asomaba al vergel de la jornada hasta el momento, la fuente El Cañin, un rinconcito verde Justo a las afueras, prácticamente junto a la fachada del último edificio de Virgen del Camino, donde emergía un pequeño recoveco de hierba sobre una mínima ladera con tres o cuatro construcciones forzadas sobre la propia ladera y que podrían haber hecho las veces de refugio, cuadra o bodega, pero que desde luego eran un respiro tras más de una hora caminando sobre asfalto y aceras rodeados de edificios, chalets y naves industriales… por fin, aquella fuente daba paso a un camino, un sendero que alegraba la vista y reconfortaba el pisar.
La senda, con algún que otro charco tras el diluvio del día anterior, no era tampoco el camino idílico ya que aunque en momentos se escondía visualmente de la N-120, su molestia acústica nos acompañaba con mayor o menor intensidad en función de la distancia y la pantalla arbórea que nos sepárese. Por un momento el sendero se despista brevemente de la carretera para rebasar alguna elevación puntual del terreno, coincidiendo con el primer mojón kilométrico del Camino con el que se encuentra el iniciado Rafa (el Mallorquín, de apellido desde ahora), el cual aprovecha para cumplir la tradición que en algún sitio él había leído… colocar su primera piedra sobre él, junto a otras puestas anteriormente por otros peregrinos. Tras descender el mínimo obstáculo se enfila un sendero, paralelo a la nacional, que pisaríamos durante el resto de la jornada.
Poco antes de las 10:30 llegábamos a Valverde de la Virgen y ni quince minutos después a San Miguel del Camino donde, en el primer bar que veíamos abierto, hacíamos la primera para descargar peso y tomar algo calentito, par mi un montado de lomo y queso, con un vinito con gaseosa para ayudarlo a bajar, y un café largo con leche para el mallorquín. Yo me acomodado en la cálida y acogedora barra de madera a dar cuenta del almuerzo mientras que él se salía a un pequeño porche cubierto y acristalado para tomarse su café y echarse un poco de humo a los pulmones, ajeno al perjuicio que ello conlleva como todo fumador, máxime siendo tan joven y teniendo, teóricamente, tanta vida por delante.
En ese punto convenimos tirar cada uno a nuestro ritmo y consigo mismos. El aprovecharía además la parada para echar un vistazo a cómo iban sus pies tras este primer tramo del primer día y luego retomaría el Camino por su cuenta para poder poner en práctica, ya en solitario, conocimientos para guiarse por el Camino persiguiendo símbolos y flechas amarillas, acordando volver a encontrarnos en el albergue Municipal de San Martín del Camino, donde acabamos de reservar, por teléfono, cama para ambos.
Y allí lo dejé, cuidándose los pies mientras yo salía y retomaba el sendero tras un grupo de seis coréanos, dispersos entre sí. Poco a poco fui volviendo a coger el ritmo. La verdad es que me parecía mentira que después de llevar algo más de 250 km recorridos a pie, desde que el pasado sábado, día 12, saliera desde Belorado, me encontrará tan bien, sin ninguna dolencia en ninguna articulación, en ningún músculo, tendón… tan solo la molestia que me había reaparecido en el empeine la noche del jueves en Terradillos de Los Templarios, pero que había aislado mentalmente al no tratarse de una lesión, sino un problema que me aparece y desaparece cada cierto tiempo en mi día a día habitual fuera del Camino. Aún así, aunque la ignoraba durante las jornadas caminando, cuando llegaba a destino, procuraba tratarla masajeando con cremas o poniendo frío directo, si las circunstancias lo permitían, como ocurriera en El Burgo Ranero, por recomendación expresa de mi hija cuando le envíe la foto de como estaba el empeine. El caso es que salvo esta particularidad ajena, entiendo, a la fatiga del Camino, me encontraba perfectamente, empezando las jornadas divinamente y acabándolas incluso mejor, tanto física como psicológicamente, a un muy buen ritmo y pletórico de energía y buen rollo. Hoy no era distinto y poco a poco fui dejando coréanos por el camino.
A las 13:04 me hacía el selfie junto a la placa que anunciaba la llegada al destino y cinco minutos después estaba en el albergue. Era el primer peregrino en aparecer por allí, por lo que después del registro pertinente, sellar la credencial y abonar los 5€ por dormir allí aquella noche, podía instalarme con tranquilidad, estirar piernas y espalda y darme la segunda ducha diaria.
El albergue era de los albergues de peregrinos de verdad, no de caminantes ni turistas. Un albergue con literas de somier de muelles y flejes de hierro, y colchones que posiblemente estuvieron en los barracones de algún acuartelamiento en la época en la que yo hice la mili, allá por el año 84. La dependencia que ocupaba, a la espera de recibir al resto de compañeros con los que compartiría la morada, tenía tres filas de literas, con cuatro por fila, dos en la parte baja y una en un altillo al que se accedía por una escalera metálica junto a la entrada en pared de la derecha. Si las cuentas no me fallaban tenía una capacidad para veinticuatro peregrinos, un lujo dada las dimensiones del habitáculo, en peores circunstancias había estado en días anteriores, quizá con alguna litera menos pero también en muchos menos metros cuadrados y con techos más bajos, aparentemente más acogedores, pero sin duda también menos saludables por falta de ventilación y concentración de respiraciones y transpiraciones.
Cuando después de la ducha y del tratamiento posterior de pies y piernas con crema hidratante y relajante, me disponía a salir para buscar un sitio donde comer, me reencontraba con el bueno del Mallorquín que gestionaba su entrada con el hospitalero. Esperaba que terminase para acompañarlo a la litera mientras le preguntaba qué tal le había ido y como se encontraba. Estaba muy bien, había llegado genial, a gusto y disfrutando, no sin antes hacer una parada en Villadangos del Páramo, pueblo anterior al que estábamos y del que distaban como 4,5 kilómetros. La para había sito técnica según me comentó, concretamente para tomarse un quinto de cervecita bien fría con dos croquetillas y dos empanadillas de tapa que, según aseguraba, le había dado, simplemente, «la vida». Se le veía feliz! Era el mejor síntoma y un muy bien presagio, tenía la sensación a haber asistido, compartido y participado del bautismo como peregrino de aquel chaval que el destino me había arrojado a la habitación 25 del albergue la Muralla de León el día anterior, justo la jornada en la que yo había andado la distancia más larga y en las peores condiciones meteorológicas hasta la fecha, pero con las señales inolvidables e inequívocas que el Camino ofrece de manera tan especial al peregrino. A él le veía feliz y yo, gratuitamente, lo era de verlo así.
Me fui en busca de un sitio donde comer algo caliente. El se quedaba organizando sus cosas, dándose su merecida ducha y dedicando su tiempo a estirar y cuidarse pies y piernas. Habíamos quedado en que si en contra a algo interesante donde comer le enviase un mensaje con la ubicación. Pronto encontré el lugar perfecto! Básicamente porque creo que era el único abierto. Había pasado por uno que estaba frente al elegido, pero que en el rótulo anunciaba como Restaurante Cubano y obviamente descarte sin dudarlo, no me parecía coherente, ni de recibo, estar en el páramo leonés y decantarme por la gastronomía cubana, esa elección podía reservarla para otra ocasión, por ejemplo en Madrid, o si alguna vez voy a Cuba.
Cuando entre «al restaurante» de San Martín del Camino, me recibía en la barra una camarera morena, además de pelo, también de piel, con los labios pintados hacía ya unas horas en un rosa fucsia que recién pintados debían hacer pestañear al que la mirase de frente. Al acercarme a la barra le pregunté si tenían menú para comer. Cuando aquella mujer me respondió no entendía nada o entendía todo! Si, tenía menú, y me podía sentar en cualquiera de las mesas libres, que ahora me atendería. Antes de girarme para ir a la mesa a ordenar las ideas y después decidir que pedir de comer cuando viese lo que había, le pedí que me pusiera por favor un vino tinto, de la tierra, por ejemplo. Me puso un Rioja, que me lleve a una de las mesas y mientras sacaba el móvil para mandar el mensaje al Mallorquín ataba cabos y llegaba a la conclusión de que, aquella negrita desganada era de origen cubano, regentaba el restaurante de enfrente anteriormente y desde hacía un tiempo, indeterminado e irrelevante, se había trasladado al que se había quedado disponible enfrente porque era más grande y luminoso a todas luces, por lo que por mucho que yo desease degustar los platos típicos del Páramo leones, me iba a tener que conformar con un arroz a la cubana y algún segundo sencillo, poco elaborado, para evitar posibles experiencias, fuera de lugar, siendo peregrino.
Cuando acababa de poner el mensaje al mallorquín, veía entrar a Bruno, otro peregrino con el que llevo coincidiendo desde Carrión de los Condes, es uno de los que formaban «el adosado de Babel». Bruno, un brasileño que vive en Irlanda desde hace tiempo, cocinero de profesión, 35 años de edad, que está haciendo el Camino para desconectar de su rutina en la cocina de un importante y reconocido cocinero británico y que da servicio a dos restaurantes de un Hotel de cinco estrellas, uno más chic y otro más tradicional y elegante, ambos de alto standing. Restaurante al que no va a volver cuando regrese del Camino, se despidió unos días antes y acordó su incorporación a las cinco semanas en otro restaurante donde entiende que le va a portar más como profesional, un local con menos categoría, pero en el que se va a sentir más cocinero y menos eslabón de una cadena de montaje de platos de alto nivel. Para mi una decisión muy respetable, comprensible y admirable.
Al verlo, llame su atención y le ofrecí que se sentase y compartiésemos mesa junto con el mallorquín, a quien esperaba y no tardaría en llegar. Accedió gustosamente. Estuvimos comentando sobre los días anteriores, el último albergue en el que habíamos coincidido era en El Burgo Ranero, yo lo dejé allí, junto a un grupo de italianos y un americano que caminaban a la par con Bruno desde Burgos, aquel día Bruno había llegado hasta Mansilla de Mulas y como lo había hecho con lluvia casi desde su salida de El Burgo, decidió parar pero llegar ese mismo día a León cogiendo un bus. León, como todas las grandes ciudades, tiene una gran oferta de alojamientos y de todo tipo, por lo que los peregrinos suelen dispersarse, reagrupándose nuevamente en pueblos donde el número de albergues e mucho menor, como había sido el caso.
Cuando se incorporó el tercer comensal, hechas las presentaciones, pedimos a la cubana que nos dijese que había de menú y acabamos pidiendo macarrones con tomate y queso, el mallorquín, y la segura especialidad de la casa Bruno y yo, arroz a la cubana. La mujer se desenvolvía y manejaba con la soltura, destreza y velocidad que se podía esperar tras la primera impresión. Sinceramente el servicio fue de mínimos, rozando lo inaceptable. Ella estaba a todo y a nada, a todo lo que el negocio le exigía, éramos una mesa de tres, una de dos señores, lugareños, vestidos de domingo, y que posiblemente habían ido a echarse un chato de vino al bar después de misa, que con eso de que la iglesia estaba retirada, así se daban un paseito,; y otra mesa en la que había una peregrina de unos 23 años, de apariencia francesa, alemana o belga, que curiosamente llevaba una guitarra, en su funda, atada con una cuerda de pita a su mochila y que cojeaba de manera notable cuando se levantó y fue andando hasta la barra. Pues eso que la pobre mujer estaba atendiendo el bar a todo lo que daba, había seis personas en tres mesas, dos de las mesas ya bien servidas, con un refresco la de la peregrina y con dos copas con un dedo de vino la de los lugareños, y con todo por hacer en la nuestra. Ni mantel, ni pan, nada! el vino y porque nos lo habíamos pedido en la barra. Cuando ya pudo dejar de lado a alguno de sus hijos que llamaba sus atención a grito pelado, mientras alguien dentro, con voz masculina reprendía la actitud, desconozco si a ella o a algún niño, no se oía bien porque la música estaba alta, era desagradable y se oía mal, además de que la acústica del local era pésima. Por fin pudo empezar a atendernos y preparar la mesa con un mantel de papel arrugado, «perdonad, eh! el niño que cogió no sé cuántos manteles y mirad cómo los ha dejado y no los iba a tirar, claro» (literal). Atónitos y perplejos pero hambrientos y en modo permisivo by peregrino, nos miramos los tres poniéndonos caras y esperando que llegasen cuanto antes los platos para comer e irnos a descansar aunque fuese al bordillo de la acera. Los platos fueron llegando a su ritmo, primero los arroces cubanos y después, al ratito, los macarrones. La apariencia era sencilla, algo previsible, pero una vez hecha la cata del plato, esperando que hubiese merecido la pena pasar y estar pasado por aquello para disfrutar de un fantástico arroz a la cubana, la sensación fue, vulgar e insulsa. Vacié casi un pimentero para tapar el sabor dulzón a tomate frito de tetrabrik y darle algo de alegría con el leve matiz picante de la pimienta. De segundo los tres habíamos pedido lo mismo, plato combinado, filete, patatas fritas y pimientos de piquillo. De postre un plátano para llevar, tanto para el mallorquín como para mi, y no recuerdo si pidió postre Bruno, por último, tres cafés solos. 11€ por barba. Salimos de allí buscando paz y nos dirigimos al albergue. Yo me quede para escribir en la sala de la entrada, donde estaba la chimenea encendida, retirado de ella, dando prioridad a la cercanía de un enchufe para recargar batería que al calor de la lumbre. Mis compañeros se fueron a sus literas.
Después de la experiencia a la hora de la comida, suerte que para cenar nos habíamos apuntado en la lista de la cena comunitaria de peregrinos, el menú era ensalada de primero y sardinas asadas de segundo, pan, vino y postre. El precio, la voluntad, que no limosna, como bien rezaba un cartel que pide leer en la cocina en el que ponía «El donativo por la cena y desayuno es la voluntad, no una limosna, por favor pague lo que crea vale lo que ha cenado o desayunado«.
Estuve reescribiendo la crónica de la 8ª jornada, con un vasito de vino que rellenaba de vez en cuando, releyendo y corrigiendo errores, aunque siempre se acaba colando alguno, y subiendo fotos, de mala manera pues desde El Burgo Ranero no puedo utilizar el portátil por un problema de arranque, posiblemente por memoria llena. Este hecho supone que esté escribiéndolas en el móvil y que las fotos no pueda subirlas, colocarlas y presentarlas como hacía hasta ese momento, de hecho la foto destacada de portada, de momento no la estoy pudiendo poner.
A media tarde el mallorquín se puso a mi vera y compartiendo enchufe y vino, mientras yo estaba con el blog el estaba con sus cosas y su música en el móvil. Justo cuando acababa la crónica del día anterior, mi llegada a León, empezaban los preparativos de la mesa para que cenásemos los peregrinos. Pusimos la mesa para ocho, para los que estábamos inscritos. El hospitalero ya había hecho la ensalada, de lechuga tomate, pepino, maíz y huevo cocido. También había preparado las sardinas en una parrilla portátil grande, provista previamente por un par de tiras de papel de plata tanto por abajo como por arriba, para evitar que se cayeran las sardinas al girarlas. Fuimos poniendo los platos, los cubiertos, las servilletas, el pan, descorchando las botellas de vino y colocando las sillas. Cuando íbamos a tomar asiento comprobábamos que éramos diez los que teníamos intención de cenar no ocho como aparecían en la lista, pequeño error en la gestión de lista y voluntades que se solventó de manera inmediata, incorporando dos cubiertos y dos sillas más a la mesa.
La cena fue una delicia, éramos: un matrimonio español, de Valladolid, una portuguesa, dos hermanos gemelos noruegos, un coreano, la francesa con la que habíamos coincidido en el cubano al medio día y nosotros tres; el mallorquín, Bruno y yo.
Hablamos de todo un poco, en español mayoritariamente gracias al esfuerzo de los noruegos, la soltura de Bruno y la destreza de Juliet (la francesa), apoyándonos en el inglés, unos más que otros. Repasamos la experiencia de cada uno en el Camino y las dificultades de los días precedentes, de donde habíamos salido y hasta donde pretendíamos llegar cada uno, y más o menos cuando. Supimos y alucinamos con que Juliet, que por casualidad estaba ese día en el albergue tras su mala pata esa mañana, se había caído por las escaleras del restaurante cuando salía de desayunar y había optado por parar allí hasta que su tobillo mejorase. Todos teníamos nuestra historia pero la suya era sorprendente por distintos motivos. Vive en Lion, hace dos meses empezó a caminar para llegar a Santiago, sin mucho dinero, pero con una pequeña tienda de campaña, su esterilla y saco de dormir, sin apenas ropa para evitar peso innecesario, pero con su guitarra y una sonrisa en la mirada que la ilumina por completo, incluso cuando se dolía del tobillo por las molestias del esguince. Con 22 años! Ah!!! Y lo que es más sorprendente, sin teléfono móvil alguno! Se limita a enviar una carta por correo cada dos o tres dias a sus padres para que tengan noticias de ella, algo que no puede ser recíproco obviamente, porque al recibo de la misma por sus padres sería imposible pudieran contestarla por que quién sabe donde podrían enviarle la carta para que ella la recibiera. A mi me pareció flipante! La mayoría de los días, cuando está cansada, acampa libremente donde puede y antes de dormir dice que toca un poco su guitarra antes de meterse en el saco y dormir para descansar y emprender el Camino al día siguiente. Alucino.
Después de cenar, estaba todo riquísimo! Las sardinas especialmente! Pequeñas y muy bien echas. Ni sobro ni falto, nos lo comimos todo para no dejar nada de sobras y que al final se fuera a la basura, incluido el postre, una rodaja de piña y medio melocotón en almíbar. Recogimos entre todos, unos la mesa, otros fregaron, y nos quedamos un rato más de tertulia, mientras el mallorquín pedía prestada la guitarra a Juliet y de manera suave, casi callada para no molestar, iba haciendo sonar acordes con bastante destreza a los que posteriormente se animaba y le ponía voz, haciendo su versión de un par de temas o tres, conocidos, pero muy diferentes, entre ellos uno de Estopa que a mí al menos me pareció mucho más agradable al parecer que en el tono no había regañina alguna, algo muy distinto al original.
Yo a mi hora allí los dejé y me fui a poner el pijama y lavarme los dientes, después volví a la sala para despedirme y desearles buenas noches y me fui a encamar. A los poco minutos venía mi compañero de litera superior y acordábamos partir juntos, pero yo le decía que iba a ser mi último día y que me gustaría ver amanecer, eso supondría no salir más tarde de las 07:30, a lo que accedió, no sin pensárselo por el madrugón que nuevamente suponía.
Y este fue el resumen de mi penúltimo día en el Camino en esta ocasión, el primero de Rafa León, más conocido por este peregrino que escribe como El Mallorquín!
Y mañana más!
#buencamino