8ª 2019 • Era el día…

Cerraba por fuera la puerta del albergue municipal de El Burgo Ranero a las 06:27. Lo hacía siendo consciente de que, hoy, podía ser el día.

Nada más salir, cumplía con la rutina de la auto foto, a puertas de lo que había sido la última morada, para enviárselo a la familia y subirlo al Instagram Story. Acto seguido cruza al otro lado de la calle y desandaba treinta metros para llegar, según había informado Juanjo, el hospitalero, al único bar abierto a esas intempestivas horas. Era el mismo restaurante donde el día anterior había dado buena cuenta de un arroz blanco con tomate y un huevo frito, que no estaba de encumbrar, ni si quiera de recordar, pero que acabe rebañando el plato, más por hambre que por mérito del cocinero. Pedí mi cortado con leche fría y una tostada con aceite y tomate; aceite si, tomate no… pues mermelada!

 

 

 

A las 6:47 empezaba a caminar. No llovía. Era noche cerrada. Con buena temperatura y con cierto vientecillo, pero no molesto. Durante la noche había estado lloviendo casi de manera continua, se notaba en la humedad y en el terreno. A los dos minutos de abandonar el bar El Peregrino ya estaba dejando atrás El Burgo Ranero y su nimia contaminación lumínica. Recurriendo a la linterna pude comprobar que el andadero que me había traído ayer hasta aquí, paralelo a la carretera local, se reproducía calcado nada más salir del pueblo solo que de noche y tras varias horas lloviendo, por lo que posiblemente habría algunos charcos. Sobre la marcha opté por pisar sobre asfalto, si de día la carretera a penas tenía tráfico, un sábado por la mañana, a esas horas, dudaba que pudiese pasar algún coche, además llevaba el led rojo intermitente colgando a la espalda sobre el impermeable que cubría la mochila, así como el blanco fijo puesto un poco más arriba del esternón, orientado ligeramente hacia el asfalto, de este modo me ayudaba a ver mejor dónde pisaba sin deslumbrarme, al tiempo que serviría para que, si un coche venía de frente, pudiera verme a distancia. Por supuesto, la linterna iba en mi mano izquierda, apagada pero dispuesta a servir de apoyo en caso de necesidad.

 

 

Enseguida comprobé que mis sensaciones físicas eran óptimas, ninguna dolencia, ni siquiera la que me había aparecido con agudeza en el empeine izquierdo y que me trae a mal traer con cierta periodicidad y que a mi regreso a Madrid tendré que tomarme más en serio para buscar origen y posibles soluciones. El caso es que iba y me sentía tan bien que, en vista de que no llovía y sabiendo que hoy si o si iba ser el día en el que llovería, pero bien, y que además era una jornada con casi 40 km, sino más larga, opté por acelerar el ritmo habitual de calentamiento. Cierto es que iba por asfalto, que no es mi mejor superficie de pisada, pero pensé que cuanta más distancia me quitara sin agua, mejor que mejor.

A mi alrededor no se veía gran cosa, por no decir nada. Intenté alguna foto, pero como mi cámara es antigua, que no es la ultima de Apple, pues… que si quieres arroz Catalina! Lo único que me llamó la atención era una mancha luminosa anaranjada que se veía sobre el cielo oscuro, de frente, un poco a la derecha, como a la una y cinco desde mi posición en la larga y recta carretera. No tenía ni idea de lo que podía ser, pero por la altura a la que parecía estar y la forma que tenía, deduje, nunca sabré si acertadamente, que podría ser la luz que emitía una ciudad importante como León, vista en un horizonte completamente oscuro y sin ningún tipo de contaminación, ni atmosférica ni lumínica entre ella y yo, aunque nos separaran más de 30 km en línea recta. Quien sabe… podría ser así, o no.

 

 

Por como pintaba la cosa, sabia que hoy iba a ser el día en el que no podría disfrutar del amanecer, las nubes lo vetarían y simplemente se haría de día paulatina y progresivamente, pero sin deslumbrar a nada ni a nadie. Y así fue, la claridad fue posicionándose de manera melancólica… mientras yo mantenía un ritmo inapropiado dadas las horas y el terreno. Cuando llevaba algo más una hora andando por asfalto, viendo que ya se veía sin necesidad de led delantero ni por supuesto linterna, aprovechando un acceso de la carretera a las tierras de labranza, decidí cambiar y echarme al andadero abandonando el agotador asfalto.

 

 

 

A las nueve menos veinte, cuando iba a hacer dos horas que había empezado a caminar, empezaban a caer las primeras gotas. Al principio sutiles, espaciadas, pero a los pocos minutos iban ganado protagonismo, sin llegar a ser chaparrón, pero por encima de lo que se conoce como calabobos. El agua ya estaba aquí, ya no servía de nada correr, era el momento de bajar el ritmo y programar bien el día, si finalmente quería llegar a León.

 

 

Eran las 09:05 cuando llegaba a Reliegos, marcado en la guía en el kilómetro 13. Dejaba el sendero para aproximarme y entrar al bar albergue que había justo a la entrada del pueblo. Me descolgaba la mochila, quitaba la chaqueta mojada y la dejaba sobre una silla, aprovechaba para estirar un poco y pedía un cortado, además de un huevo cocido del plato repleto de ellos que había sobre la barra, y que me sedujo y llamo tentadoramente la atención. Fueron quince minutos lo que tarde en volver a estar caminando nuevamente, bien ataviado, con la carga a la espalda y el palo golpeando acompasadamente sobre el terreno.

 

 

Me quedaba aún por recorrer, aproximadamente dos veces lo ya recorrido. Tocaba fijarme el siguiente objetivo a corto plazo… Mansilla de Mulas! El cual preveía alcanzar como en hora y cuarto u hora y media. Si se cumplía mi previsión, a las 10:30 tendría que estar otra vez sin mochila, sin la chaqueta ni gorra y almorzando algo caliente. Hoy no era el día de parar para tirar de chorizo, pan y vino propio, hoy volvería a ser un señor e iba a almorzar a mesa puesta.

 

 

Al salir de Reliegos y volver a enfilar el mismo andadero que llevaba pisando desde el día anterior desde las afueras de Sahagún. La lluvia apretaba y por momentos se convertía en aguacero. El viento soplaba lateralmente con cierta intensidad y el agua caía por el costado izquierdo. Levantar la vista para buscar el horizonte era absurdo, solo había una cortina de agua que impedía ver a unos cientos de metros. Tras caminar en solitario durante poco más de una hora, llegaba a Mansilla de Mulas. Estaba, teóricamente, a mitad de recorrido.

 

Enseguida cumplí con lo planificado. A la izquierda vi un atractivo bar restaurante albergue, era el sitio perfecto! Deje la mochila y el palo bajo un pequeño techado que había en la puerta para, una vez dentro quitarme la chaqueta y dejarla sobre el respaldo de una silla para que, mientras almorzaba, fuera perdiendo peso por retención de líquidos que diría un médico dietista. Gorra, braga y guante fuera, tocaba elegir con que reponer fuerzas, que no saciar hambre. Había que comer aunque fuese si ganas. Me decanté por montado de bacon con queso, descartando el de cecina solo por una cuestión de temperatura, no venía nada mal algo templadito después de la que estaba cayendo fuera desde hacía un rato. Para regarlo pedí un tinto de la tierra, un Mencía, sería perfecto! A los pocos minutos tenía el plato sobre la mesa y lo primero que pensé es, menos mal que no he pedido un bocadillo, si no me llevo más de la mitad para Alcalá. Cuando pegue el primer bocado, la inapetencia se esfumó en un periquete y me di cuenta de que no es que me hubiese comido el bocadillo entero, es que igual me había animado con un segundo. Pero en realidad sabía que había hecho bien, eran las once menos veinte y faltaba todavía un Congo para llegar a destino, estaba bien reponer fuerzas pero con cautela y moderación, un exceso podría ser contraproducente.

 

 

A las 10:55 estaba nuevamente metido en faena, caminando por las calles de Mansilla de Mulas, en ese momento sin a penas llover (3 gotas distantes y mal caídas) y me animaba a pensar que igual lo peor ya había pasado. Dejaba Mansilla atrás, saliendo por el puente de piedra sobre el río Esla; un lugar de postal hasta en un día así. Enseguida tomaba un camino paralelo a la carretera, con campos de cultivo a su izquierda, y cuando no habían pasado quince minutos de haber reanudado la marcha, la protagonista del día volvía a hacer acto de presencia y de cero a cien en pocos segundos. Enseguida estaba bajo un fuerte aguacero que llenaba de multitud de hondas cada charco frente a mí y que en la distancia parecían ser salpicados por multitud de chinchetas. La cosa estaba yendo a peor y, cuando menos, me faltaban cuatro horas para llegar a destino. Eran las 11:15 y había estimado llegar a León, si no había contratiempos, sobre las cuatro y pico, contemplando incluso alguna paradita más.

 

La siguiente media hora, hasta llegar a Villamoros, la dedique únicamente a caminar intentando ocultar el rostro con la visera de la gorra para que me alcanzasen en la cara las menos gotas o salpicaduras posibles. Cuando alzaba un poco la vista del suelo veía siempre un par de gotas colgando del canto de la visera como esperando a que la cortina de agua las colmase y desprenderse al vacío. La banda sonora era poco agradable, además de lo propio de la fuerte lluvia, el constante tráfico, por la carretera que iba cosida al camino por mi derecha, producía el sonido habitual, molesto de por si, pero acompañado del de la fricción de la rodadura sobre la capa de agua en la asfalto. Intente recoger en alguna foto la estela de agua que dejaban los coches a su paso, pero la realidad superaba con creces lo que alcanzaba a recoger en las fotos.

A las 11:50 llegaba a Villamoros, que me recibía con un diluvio digno de efectos especiales en un rodaje de cine. Que manera de llover!!! Iba a tener que localizar en breve un bar para poder hacer otra de las paradas programadas, en esta me tomaría, como mucho un caldo, no tenía nada de hambre, nada! Pero necesitaba descalzarme, quitarme las medias de compresión, secarme bien los pies con el pareo y dejarlos un poco libres para que se aireasen, respiraran y una vez ya bien secos volver a masajearlos con vaselina y ponerme otras medias secas. El problema era que por el arcén de la carretera que atravesaba esa zona del pueblo, con casitas bajas a ambos lados, no se avistaba ningún bar, ni a izquierdas (el margen por el que yo iba) ni a derechas. La cosa se podía complicar si no hacía lo previsto cuanto antes, notaba que los pies empezaban a ir muy húmedos y eso podía provocar alguna llaga que me traería consecuencias. Estaba ante un contratiempo, un serio imprevisto!!!

 

De repente, como si de un espejismo en el desierto se tratase, me pareció atisbar el oasis perfecto. No podía ser verdad, tenía que ser eso un espejismo, una alucinación ante la acuciante necesidad… en el margen derecho, como a 30 o 40 metros, había un soportal!!! Una cuadra??? Miré a ambos lados, el tráfico era aún distante y forcé el ritmo para cruzar y llegar incrédulo al refugio que El Camino había puesto a mi disposición en el momento y lugar más necesario!!! Era como un pequeño portal de Belén, un soportal sujeto con tres vigas de madera, con tres paredes de adobe, de 2 metros de profundidad por cinco de largo y no más de dos de alto, y con tres sillas de plástico donde debieron descansar SS.MM. Los Reyes Magos de Oriente! No podía ser más feliz en ese momento! Daba gracias por aquel regalo! Me quite la mochila, el chubasquero que la cubría, chorreaba como un coche en el lavadero antes del secado. Abrí la mochila y cogí lo necesario. El pareo, las medias de recambio, la vaselina… me descalce y quite las medias! Efectivamente los pies estaban al borde del colapso. Además de la normal sobre carga, que de por si impresiona cuando ves las venas con tanto relieve, la imagen que ofrecía la piel empezaba a coger esa textura y apariencia que tienen las yemas de los dedos de los niños cuando hay que ir a sacarlos del agua porque les van a salir branquias y aletas… no había duda de que aquella aparición en forma de nacimiento había sido él gong que me había salvado de caer K.O. sobre la lona del ring. Me seque bien con el pareo cada centímetro; por arriba, por abajo, entre los dedos y los deje respirar, mientras volvía a beber agua y fotografiaba los pies. Después de un ratito, ya bien secos, solo con la humedad del ambiente, volvía a masajearles con vaselina, a cubrirlos con las medias secas y a calzarme mis zapatillas. Con todo recogido, guardado y puesto a cubierto del agua, volvía a cargar y a marrar la mochila a mi espalda, cogía el palo y entraba nuevamente en la ducha abierta para proseguir dirección a León, con Arcahueja como próximo objetivo, donde haría otra parada, esta para alimentar este cuerpo serrano, que no jabugo ni bellota, pero si serrano, no de York.

 

Una hora y cuarto después de salir del Portal de Belén, a las 13:30 llegaba a Arcahueja y buscaba donde repostar, todavía llevaba algo en el depósito, pero no como para llegar a León, distaban aun, en teoría, 7 u 8 kilómetros. No tardé en localizar el único bar del pueblo. Después de soltar todos los achiperres y quitarme la chaqueta de buceo, le pregunte al camarero si tendría un caldo calentito. Por lo que tardo en responder intuí que no, que ese no iba a ser el día del caldo calentito que te recompone y caldea el cuerpo… la verdad es que no me apetecía comer nada pero debía meterle algo con sustancia pero no copioso. Su demora en responder mereció y mucho la pena… «pues no, caldo no tengo, pero tengo una sopas de ajo y creo que hay para hacer un puré de verduras pero tienes que esperar un poco porque está sin pasar por el pasapures». Unas soportas de ajo, por favor, bien calentitas, si puede ser, y para beber un tinto, por favor, de la tierra. «¿Picudo? » Perfecto, gracias! Para acompañar el vinito, mientras le daba candela a la sopa de ajo, me puso un platito con unas rodajitas de chorizo frito y unas patatas fritas, que para no tener hambre, me duraron menos que el primer botellín un domingo a la hora del aperitivo. Lo de la sopa de ajo no lo puedo describir, pero era de Estrella Michelin. Según el camarero (posiblemente propietario del negocio) la sopa la había hecho el día antes su mujer, «esta sopa está mejor de un día para otro», me dijo. No puedo decir como estaba ayer, pero si que hoy estaba espectacular. Pague 6€ por la sopa y el vino con la tapa de chorizo y patatas, además del agua del grifo con el que amablemente me rellenó la botella pequeña. Me pareció barato! El David Muñoz ese me hubiese sacado un ojo de la cara y la hubiese deconstruido pero no conseguido aquel sabor a gloria bendita.

Un par de minutos después de las dos estaba ya caminando dirección a mi destino de hoy, León. La lluvia había amainado. No así sus consecuencias. El camino estaba invadido de grandes charcos y muchas zonas embarradas, las cuales había que procurar evitar para no añadir peso en los pies. Después de una pequeña subida, posiblemente la primera del día, alcanzaba un polígono industrial, feo como todos, que se hacía desagradable de ver y hacía más pesado el final de la larga, y pasada por agua, jornada.

A las 14:45, cuando cruzaba la nacional por una pasarela, podía ver ya León y comprobar desde aquel alto la importante dimensión que tiene como ciudad, algo que me hizo pensar si quizá estaría en lo cierto con mi conjetura respecto a la mancha anaranjada vista hacia ocho horas, en la oscuridad, a las afueras de El Burgo Ranero.

 

 

Después de un buen rato caminando por un sendero cercano a la carretera pero bien aislado de ella, pisaba por fin la primera avenida en la ciudad de destino. La dimensión de la avenida, que se perdía en la lejanía, frustraba cualquier tipo de ilusión posible, era evidente que me faltaba un buen trecho para llegar a León, o lo que coloquial e informalmente podríamos llamar el Quinto Coño.

UNA HORA! Una larga hora estuve caminando por las calles de León, la última media hora diluviando, hasta llegar al albergue! A las 15:50 llegaba a la plaza Mayor, me hacía la foto de rigor y dos minutos después en la puerta del Albergue privado La Muralla.

 

 

Hoy era el día! Era el día de mayor distancia! El día del diluvio universal! El día en el que iba a rebasar, con creces, mis limites en cuanto a área de confort en distancia se refiere. Pero también era el día en el que iba a volver a almorzar como un señor, caliente a mesa puesta y por partida doble, y que manjares!!! Un montado de bacon con queso que estaba para hacerle la ola a la señora que me lo hizo, al carnicero que se lo vendió y hasta al pobre cerdo. Y de la sopa de ajo que decir! La Estrella Michelin se queda quizá corto. Hoy era también el día en el que El Camino, como suele hacer cada año, me ha vuelto a sorprender, gratamente, regalándome aquel oasis en medio del desierto de agua incesante cuando mis pies más lo necesitaban. Hoy era el día de volver a enamorarme del Camino y así ha sido y así lo he disfrutado.

 

Mañana más!

#BuenCamino

Nota: Esta crónica se subió al día siguiente, desde San Martín del Camino, donde acabé de escribirlo. La noche anterior Morfeo arrebató mis dedos de trapo y mi conciencia cuando inútilmente intentaba, dentro del saco, acabar de escribirla.