5ª Las cosas del Camino…

El nuevo día se hizo notar convirtiendo en claridad los primeros rayos de sol, tamizados a través de los visillos de abuela que cubrían los ventanucos de nuestra habitación.

De haber sido yo otro, o sido de otra manera, seguro que habría remoloneado buscando clemencia e indulto para pausar la jornada programada aquel quinto día. El entorno y desgaste del día anterior lo pedía a gritos,  pero…  soy yo, y soy como soy, por lo que, además de incorporarme pocos segundos después de abrir el ojo tuve piedad e hice incluso menos ruido del habitual y necesario. Antes de dirigirme al baño para la necesaria vivificante ducha, al acercarme al alféizar y arrimar mi nariz al empañado cristal, para ver como hacía fuera, pude confirmar que como se intuía por la luminosidad, el día estaba despejado, soleado y probablemente haría calor, me faltó llamar a Roberto Brasero para darle el parte…

Limpico y apañao”, con muda limpia y estando prácticamente aviado, sigilosamente organice las prendas, cosillas y productos de aseo personal que ya no daría uso, para acomodarlas en “mi alforja”. Sí, aunque yo llevase tres alforjas, solo una era “casi” en exclusiva para mí, las otras dos eran de Marian. No por nada, pero ella siempre necesita más espacio en armarios, maletas y demás… algo muy normal en su género según tengo entendido. La logística de equipaje restante era sencilla, el espacio de las dos alforjas de Alicia se lo repartían, ella y Carlos, como  buenos hermanos.

Con poco ya que hacer entre aquellas cuatro paredes para avanzar, al ser necesario tener que hacer partícipe al resto del pequeño pelotón, me dispuse a tocar diana, pero en lugar de entonar el “quinto levanta, tira de la manta”, recurrí a mi estilo más modoso… el de voz callada, susurrante, cercana al oído y acompañada de sutiles besines en derredor del lóbulo de la oreja… No fue un mal sistema para sacar del placentero y profundo sueño a Marian… el método usado con la prole fue menos mirado, sirvió un par de secos e intensos golpes con los nudillos en la puerta de su habitación, y repetir la operación unos segundos después.

Por lo que pude ver y además comentamos… si hay algo que se pueda aseverar, sin temor a errar, es que aquella noche todos dormimos a pierna suelta y que independientemente de la edad de cada uno, lo hicimos como bebes… en mi caso, incluso, el sueño pudo con esa primera y segunda intentona que, por costumbre, la vejiga ejerce, con nocturnidad y alevosía, sobre mi voluntad para,  prácticamente a diario, obligarme a recuperar la vertical y “cambiar aguas menores”…  Finalmente, poco después del momento reservado para lucimiento del mejor gallito de corral, mi pertinaz vejiga gano con un ¡órdago! La presión que ejercía en mi alcanzaba cerca de las 4 atmósferas y/o bares… era miccionar o reventar.

Todos en pie y desperezados bajo el agua tibia, al punto menos, que escupía con ganas la alcachofa, y ya con todo organizado en nuestros hatillos personales, bajamos al salón del mesón contiguo. Desde el primer momento la idea era desayunar bien, el día anterior había sido un despropósito de orden y horario en las comidas. Picamos a deshoras, comimos a la hora de la merienda y cenamos de manera testimonial por falta de apetito, cansancio y oferta atractiva.

Lo que en inicio pareció “un oasis en medio del desierto”, se fue transformando paulatinamente, desde la tarde anterior, en un centro hostelero de explotación peregrina, mal atendido, de productos importados desde la gran ciudad, sin ese aroma ni el sabor particular y característico de la materia prima del terreno. Vamos, que mucha casa rural y/o Venta Celta, pero aquello era peor y más frío que cualquier VIPS un martes ordinario a eso de las 02:30 AM… El principal problema es que el negocio era atendido por funcionarios de empresa privada, de gesto contrariado, parco en palabras y de esos que parecen perder la apuesta si levantan la vista para mirarte a la cara mientras le hablas o te responde con monosílabos, o dos palabras.

Visto lo visto, solventamos el trámite del desayuno, más por necesidad que por ganas a pesar del agujero en el estómago, echando unos cafés, un vaso de leche fría y un colacao, con bollería industrial retractilada pero, eso sí,  muy aparente… el sabor lo pusimos nosotros con imaginación! En resumen, la Venta Celtaun mojonazo de dos pisos, pero como tienen garantizada la afluencia, el local seguirá y tendrá incluso margen de ir a peor.

Una vez pagada con desgana la cuenta, salimos a contemplar las vistas, el paisaje y comprobar temperatura para ver si había que tirar o no de la sudadera. Si, digo bien, la sudadera. Llevábamos cuatro, pero ninguna del mismo tallaje, por lo que cada uno teníamos únicamente una (por suerte), el resto es un lujo, una carga y además, innecesario. La sudadera con la que solíamos hacer los primeros kilómetros por la mañana, era la misma a la que recurríamos cuando el sol caía.

Nada más salir de aquel negocio, hubo un par de cosas que llamaron extraordinariamente nuestra atención… a pesar de ser un día soleado, despejado, principalmente se veía el cielo y el recorte de la cadena montañosa sobre este. Estando a una altura considerable y con vistas a ambos lados de la montaña, ¡no se divisaban los valles! …estaban cubiertos de nubes, que en forma de embalse, parecía estar a punto de desbordar. Lo siguiente que atrajo nuestras miradas y atención fue una pareja, aparentemente matrimonio, a ella le faltaría no mucho para cumplir los 60, él no haría aún un lustro que los debió cumplir. Por la indumentaria, peregrinos no eran… pero ¿que leñes hacía allí…? Ella, con sombrero de paja de ala ancha con una cinta primaveral delimitando copa y ala, y unas gafas de famosa recién aterrizada; él con algo parecido a unas gafas y un casco de aviador de los 50, en piel o cuero marrón, más tirando a chocolate que a canela… Sus vestimentas tampoco pasaban desapercibidas… parecían sacados de una película británica de otra época… El enigma de aquella pareja se despejó enseguida, al doblar la esquina de la casa rural que había junto a la carretera… allí les esperaba un flamante Morgan Plus 8 de color verde musgo que, en su parte posterior, sobre de la rueda de repuesto de radios cromados, lucía la maleta y sobre ella la vieira del camino. ¡Flipamos! Estábamos ante otra manera, bien distinta, de hacer el Camino de Santiago, sin pedalear, sin cabalgar y solo andando lo justo… admirable, respetable y entendible; pero para ellos… nosotros aún no teníamos edad, ni posibles…

 

 

Después del paseíto mañanero por el alto de O Cebreiro, al que tanto nos costó llegar, y de forzar la vista para intuir el paisaje, entre la débil niebla, del lado izquierdo en la vertiente leonesa (de donde veníamos), algo imposible en el lado opuesto, el derecho, donde el día anterior lucía el escarpe gallego, … recuperamos nuestras bicicletas, acomodamos en ellas los enseres y nos echamos a la carretera.

La jornada planificada para aquel día era corta, poco más de 21 km, nos restaban aproximadamente 155 para llegar a Santiago, el hecho de empezar a rodar ya por tierras gallegas levantaban la moral y hacían sentir más cerca el destino final. Sabíamos que la etapa iba a ser llevadera, con mucha  bajada, pero en los primeros tramos aún nos esperaba algún repecho, suave, moderado, llevadero, asumible comparado con lo del día anterior, aunque al apretar pedales para subir las bielas denotaban el esfuerzo de la víspera. Los primeros kilómetros se hicieron subiendo y bajando de manera tenue. Así fue hasta bien pasado el Hospital da Condesa, un pueblecito al que se entraba y del que se salía oliendo a vaca, algo que nos acompañó todo el día hasta llegar a destino. No solo se las olía, también se las oía… al aproximarnos a los pueblo o pequeñas aldeas, se las oía mugir resonando por los respiraderos de las naves que las albergaban, al tiempo que mutaba el aroma a vegetación salvaje (hayas, acebos, eucalyptus, lianas, helechos, musgo y demás especies arbóreas de la zona) por el de urea vacuna.

Pasado Padornelo, una pequeña aldea en la que, además de las vacas, destacaba la iglesia por sus recogidas dimensiones y su sencillez (prototipo de maqueta de cerámica de venta en tiendas especializadas), hicimos una pequeña parada en una curiosa fuente, casi a modo de abrevadero para peregrinos, del de manaba agua gélida por su caño y que curiosamente hacía las veces de incubadora para innumerables renacuajos… si hay ranas, hay vida… ¡se puede beber!. Coincidimos en aquella fuente junto a un pequeño grupo de jóvenes caminantes, que al poco de llegar, después de comentar y coincidir en la estratégica ubicación de aquellos caños, proseguían, paso a paso, por el camino de tierra y zahorra. Tras un buen trago al agua que manaba sobre aquella pila de piedra y musgo, que además nos sirvió como deleite al contemplar la vida anfibia que allí se daba, retomamos la ruta pedaleando sobre los pasos recientemente dados por los peregrinos con los que habíamos coincidido saciando sed.

 

 

A escasos 500 metros de aquel manantial, como un guantazo caído del cielo… una rampa muy digna para obstáculo de pruebas de los mejores 4×4… la madre que pario al Poio…  y a su alto!!! Carlos, que acostumbraba a ir por delante abriendo camino, fue el primero en recibir aquella inesperada bofetada y en echar pies a tierra… como sería la subida que Carlos fue incapaz de, a pie empujando de su bici tirando del manillar, avanzar sobre aquella pared. Lo intento un par de veces, pero solo lo consiguió con la ayuda que le ofrecieron los jóvenes caminantes que acabábamos de ver en la fuente y que justo antes habíamos rebasado. Todos seguimos los pasos del pequeño pero sin la solidaria ayuda. Alicia, Marian y yo subimos aquella absurda cuesta, de tierra y cantos desperdigados, de no más de 30 o 40 metros, pero a la que tuvimos que echarle bemoles para arrastrar las bicis, empujando el manillar con la barbilla casi a la altura del sillín… fue la segunda vez, en días consecutivos, que supe lo que era llevar aquellas alforjas que lastraban mi supuesta hombría.

Sin ser conscientes habíamos coronado aquello que resultó ser el Alto del Poio. Pico que había pasado desapercibido en planos, guías y lecturas previas, pero que seguramente no olvidaremos. Fue verdaderamente un ejemplo de algo corto pero intenso… pocos serán los que en bicicleta, con alforjas llenas, logren subir aquella inhóspita rampa. La ocasión bien mereció la pena para ser inmortalizada con una foto, de un modo concreto y que años después se conocería como selfie, al referirse a la hechas con la cámara frontal del teléfono móvil… lo nuestro en aquel momento fue solo una autofoto, hecha con una cámara Nikon disparada con el objetivo apuntando nuestras sonrientes caras, pero dudosos de que saliéramos sin ser amputados por arriba, por abajo o por los lados… Recuperados del esfuerzo hecho a pie, e inmortalizados, reiniciamos el camino y, desde aquel instante, con casi 13 km por delante, no hubo que volver a pedalear.. llegaríamos a Triacastela, pasando por varios pueblos, en bajada, atravesando nubes en forma de niebla o neblina… ahora bien, que no fuese necesario pedalear, no implicaba la ausencia de sufrimiento…

 

 

En ocasiones la pendiente era tan pronunciada que «alguna» echaba pie a tierra para bajar andando y frenando la bici, otros bajábamos con cautela y tirando de manetas de freno de vez en cuando, al tiempo que íbamos con el corazón encogido por como bajaba el intrépido abre-caminos. La superficie sobre la que rodábamos era de tierra, piedra, muy irregular y con pronunciadas roderas o surcos, posiblemente hechos por el agua fluyendo con fuerza en tiempo de lluvias. En algunos tramos la senda estaba delimitada, a ambos lados, por lindes ancestrales de piedra, musgo y líquenes. Sobre ellas, como a poco más de medio metro del suelo se protegía el acceso con alambres de espinos sin orden ni simetría, pero en apariencia efectivas y disuasorias. En esas bajadas, un mal cálculo en la trazada de una curva, una frenada a destiempo o simplemente introducir de mala manera y con exceso de velocidad la rueda delantera en una de aquellas hendiduras, podía suponer salir disparado contra aquella protección y quedar grapado al alambre de espinos como un guante de lana a una tira de velcro… de ahí que le volviéramos a insistir a Carlos para que extremase la atención, frenase un poco de vez en cuando y no se dejase caer a lo loco, ni pedaleara en la propia bajada para ganar mayor velocidad… a todo esto, a lo largo del descenso pasábamos a peregrinos que bien solos o en pequeños grupos iban en nuestra misma dirección, con el consiguiente peligro de que no se hubiesen percatado de que nos aproximábamos y como ocurrió en algún momento, tuvimos que tirar de frenos, con más fuerza sobre el trasero, al tiempo que decíamos con voz fuerte .-¡CUIDADO, BICI, BICI!.- para que se orillasen permitiendo nuestro pasos y según los rebasábamos decirles .-¡GRACIAS! ¡BUEN CAMINO!.-

Así discurrió la bajada, por parajes similares, tramos cubiertos por arboledas de distintas especies y en las zonas despejadas de frondosa vegetación, la niebla que iba desapareciendo permitía contemplar campos de gramíneas ondular peinadas por el viento, haciendo un efecto similar al de las olas sobre el agua mar adentro. Una estampa preciosa que a Carlos y a mí nos trajo sus consecuencias… poco antes de llegar a Triacastela. En plena bajada, al poco de dejar atrás O Biduelo, una aldea que como el resto de la zona estaba habitada por vacas y algún lugareño, empecé a sentir una fatiga en el respirar, impropia tratándose de una bajada carente de esfuerzo. Pronto deduje que nada tenía que ver con el ejercicio, sino que estaba asociado a un cuadro alérgico, no porque sepa de medicina, pero es que además las dificultades respiratorias iban acompañadas de un fuerte picor casi escozor en los lagrimales, en la nariz y el paladar. Cuando llegamos a Triacastela pude comprobar que Carlos no iba mejor, es lo que tiene ser alérgicos a casi todo, pero especialmente a las monísimas gramíneas…

 

 

La distancia programada para aquel día, poco más de 20 km, no era gran cosa, pero habíamos empezado a pedalear más tarde que ningún otro día y habíamos llegado a destino más pronto que nunca, eso denotaba la facilidad del trazado, salvo alguna subidita inicial y el escalón de 3 pisos del imprevisto alto del Poio, la jornada fue facilona que la tabla del uno! Posiblemente la mayor complicación se nos presentó al llegar a destino… no fue otra que determinar que hacer en aquel momento… buscar la pensión reservada para aquella noche, localizar una farmacia para meternos, Carlos y yo, un chute de antihistamínicos, o comer algo en el primer bar que vimos a la entrada del pueblo y que pregonaba en dos grandes carteles “Menú del Peregrino 8€ · primero, segundo, postre y bebida”… Como habría sido de atípica aquella etapa que no habíamos hecho más que 2 paradas en todo el trayecto, una para beber agua en el abrevadero de los renacuajos y otra pocos minutos después en el alto del Poio, y ambos sin llenar el buche… si además teníamos en cuenta el mojón-desayuno con el que nos habíamos conformado y engañado, ”teníamos más hambre que los pavos de Manolo”; que he de decir no sé muy bien quien era Manolo, no he tenido el gusto, pero que al parecer, “sus pavos picoteaban la vía creyendo eran gusanos…” No tardamos en tomar la decisión… hicimos caso al estómago y nos acomodamos en una de las mesas de la terraza que había frente al bar, dejando las monturas a la vista… finalmente solo picamos algo y echamos un refresco o cerveza; mientras esperábamos para pedir, Carlos y yo confirmamos que no eran alimentos lo que verdaderamente necesitábamos, sino medicación en forma de pastillas, colirio, atomizador nasal, e incluso algún nebulizador broncodilatador, por lo que acabamos las consumiciones y en bicicleta fuimos en busca de la farmacia.

Triacastela es un pueblo que tiene dos calles paralelas a la carretera provincial, ambas en el margen derecho de ésta, y con no más de una decena de calles perpendiculares que conectan las tres trasversales sin mucho orden…  este dato para dejar constancia de que no fue difícil encontrar la farmacia… cerrada! La media hora o poco más que habíamos dedicado al refrigerio, fue suficiente para que la farmacia, al ser sábado, cerrase al medio día y no volviera a abrir hasta las 16:30… por lo que ya solo quedaba la tercera opción de las iniciales… nos dirigimos a la Pensión Casa David para hacer la entrada, dejar trastos, darnos la duchita de rigor, en esta ocasión, en mi caso y en el de Carlos, buscando que el agua arrastrase por el sumidero el polen que portábamos y que nos traía por la calle de la amargura…. La pensión estaba en la calle principal, a pie de caminantes. Era una casa de piedra con dos alturas, con un patio o pequeño jardín en la parte posterior, previo al lavadero y tendedero, donde más tarde aprovecharíamos para hacer colada.

Una vez aseados buscamos, en la misma calle, un lugar donde comer y allí, más calmados ya de picores e irritaciones, dimos por satisfecha la necesidad comiendo alguna cosilla que no pasó a la posteridad en el recuerdo de mejores comidas, tampoco de las peores… ni fu ni fa… Comimos sosegadamente y con posterior sobremesa, haciendo tiempo para que diesen las 16:30 e ir a la farmacia. La hora de apertura llegó a la par que una importante modorra… la sobremesa me había bajado los biorritmos y los parpados… me costó levantar el culo y empezar a andar en dirección a la cercana botica. Una vez dentro y expuestos los síntomas, llenaron la típica bolsita suministrada en estos sitios con un antihistamínico de absorción rápida, el esperado colirio, un aerosol descongestionante nasal que incluía  corticoides y hasta mascarillas para hacer frente al día de mañana si la situación fuese similar… más carga para las alforjas. Nos tomamos en la misma puerta la pastillita, nos echamos las gotas de colirio y un par de nebulizaciones de algo parecido al Ventolin y nos dividimos, yo me fui al hostal para dejar los medicamentos y echarme un rato de siesta, mientras que el resto se iban a dar la media vuelta que les faltaba por dar al pueblo y a visitar la iglesia que parecía merecer la pena.

Yo, me encamé e hice por dormirme, pero curiosamente, con lo facilón que soy de siesta y con el cuerpo predispuesto que traía de la sobremesa, me resulto imposible coger el sueño.  Por lo que tras un rato de estar inquieto y varias vueltas sobre la cama, me levante renunciando a mi voluntad de haber dormido unos minutos. Salí en busca del resto, no sería complicado localizarlos por mucho que hubiesen querido esconderse. Los hallé en la iglesia, acababa de empezar la misa diaria del peregrino, allí estaban en uno de los bancos de las primeras filas del lado izquierdo. Me senté junto a Marian. Se sorprendieron al verme, me hacían durmiendo, y preguntaron, en voz callada, como yo por allí que no estaba durmiendo… respondí sin hablar, solo moviendo los labios y en un gesto, mientras les convidaba a seguir atendiendo al cura y yo hacía lo mismo.

Cosas del Camino… El cura hizo un gesto hacia los feligreses invitando a acercarse al púlpito a un número de peregrinos con los que lo había acordado anteriormente, y como si de un chiste se tratase de aquellos de “van un alemán, un francés, un inglés y un español…”, se aproximaron hasta el lugar reservado para la lectura, un peregrino alemán, un esloveno o eslovaco, un holandés y un español. El español era española y resulto ser la mujer que estaba a mi lado… aún me aguardaría otra sorpresa, cuando llego el turno de su lectura, al escuchar aquellas primeras palabras en voz de Marian, .- Ya podría yo hablar las lenguas de los hombres y de los ángeles; si no tengo amor, no soy más que un metal que resuena o unos platillos que aturden…-. no pude por menos que emocionarme y escucharla atentamente de este modo… ya era casualidad, la lectura de nuestra boda, que leyó Marisa, mi tía, ¡la estaba leyendo Marian! Y yo allí, en lugar de estar durmiendo… tras la misa pude saber que el cura, un personaje particular y carismático, estando de charleta con los peregrinos fuera de la iglesia, minutos antes de que empezase la misa, pregunto a varios de ellos si querrían subir a leer, y a los que se ofrecieron, después de confirmar su lengua, les entregó una lectura, a cada uno en su idioma… el azar, la casualidad o simplemente… las cosas del Camino, hicieron que Marian recogiese de manos del párroco esa lectura y que yo, al no poder dormir, tuviese la fortuna de escucharla de su voz, en el Camino y en aquella iglesia de Santiago, románica, del siglo IX,  y que bien mereció mi fortuita visita.

 

 

El resto de aquel día fue hacer tiempo, haciendo colada y echando un cinquillo, para después de algo calentito coger la cama para dormir, que al día siguiente tendríamos una nueva jornada de pedaleo por delante…

La 5ª había quedado atrás… mañana sería otro día… ¡Buen Camino!