Camino Francés 2019 · 10ª jornada (y última)

Mi último día en el Camino, este año. Quería saborearlo. Desde el primer momento.

Como todos los días, me apresuraba para no coger «tráfico» en la ducha, solo había dos en el baño de los «Men», como rezaba el trozo de folio pegado en la puerta y escrito con rotulador. Llamadme exquisito, pero no me gustaría tener que esperar para ducharme por la mañanas, sobretodo pudiendo evitarlo con solo levantarme diez minutos antes. Tengo que reconocer que, de momento, ninguno de los días, en los distintos Caminos que he hecho, eso ha ocurrido, por suerte! Bueno y porque me encanta madrugar! Me pueden acusar, entre otras cosas, de irme pronto a la cama, pero nunca tacharme de camastrón.

Duchado y a medias de vestir, iba nuevamente al barracón, a oscuras, con la claridad que entraba por la ventana, situada al fondo de la nave, y la ayuda de la iluminación de la pantalla del móvil, para coger la mochila, y alguna cosilla más con la intención de llevarlo a la sala de la chimenea, donde la noche anterior había compartido y disfrutado de la cena con el resto de peregrinos. Antes de abandonar la camareta, aprovechaba para zarandear mínimamente a mi compañero del piso de arriba, el cual, la noche anterior, ya desde su cama, asomó el hocico, mirando hacía abajo, y me dijo susurrando, «mañana, si cuando vengas de ducharte no me he despertado o levantado, por favor , despiértame, ¿vale?“. Su reacción a mi zarandeo fue de asombro. Creo que no quería creerse que ya me había duchado, ya que si así era debía levantarse si quería comenzar a andar conmigo para intentar ver amanecer, o sea, tenía que salir de la cama ya.

Mientras él se batía en duelo con sus deseos y voluntades, yo hacia un par de viajes más para acabar de sacar todas las pertenencias y poder ir doblando, guardando y colocándolo dentro de la mochila. Cuando hube terminado, me dedique a cuidar, como cada mañana, estos pies que tan fantásticamente se habían portado desde hacía diez días, máxime teniendo en cuenta el tute que les había dado y que, al finalizar el trayecto que me llevase a Astorga, me habrían llevado, y soportado, durante casi trescientos kilómetros.

Con todo ya en orden, a falta solo de estirar y acabar de abrigarme y colgar a hombros la carga, me disponía a ir a la cocina, para desayunar algo, cuando aparecía el mallorquín con sus trastos, aún con algún pliegue del saco de dormir marcado en su rostro adormilado, eso si, dispuesto a organizarse para cumplir con su propósito y empezar a caminar, aún de noche, para ver si teníamos suerte y podíamos disfrutar, aquel último día juntos, de ver amanecer en el Camino.

Lo dejaba en aquella sala con sus quehaceres mientras yo me iba a la cocina a tomar un café y un par de rebanadas de pan con mantequilla y mermelada, de fresa una y de melocotón la otra. Después de recoger y fregar plato, vaso y los cubiertos utilizados, me acercaba al baño para lavarme los dientes y volver luego donde tenía los bártulos y empezar a estirar. El estiramiento diario, tan necesario y beneficioso antes y después cada jornada caminando, junto con el cuidado diario de pies y piernas. Sinceramente creo que han sido sin duda la clave para haberme sentido tan bien y sin ninguna dolencia, más allá de la fatiga inevitable de la distancia y las horas caminando.

A las 07:24 salíamos del albergue. Me hacía el último selfie de este año y empezábamos a caminar, bien abrigados, dejando a la intemperie la menor cantidad de piel posible. La temperatura rondaba los dos grados, o eso era lo que marcaba el móvil, aunque la sensación térmica era de estar a cero o poco menos… el vapor, a modo de humo, de mi respiración así lo evidenciaba. Caminábamos por la acera paralela a la nacional, a modo de travesía, hasta llegar al final del pueblo. Poco antes de salir de San Martín del Camino, nos fijábamos en un luminoso donde se alternaban hora y temperatura, y descubríamos que tampoco era para tanto, ponía 0°, o sea que ni frío ni calor, comentábamos.

 

 

Al salir del pueblo cogíamos un camino similar al del día anterior, un andadero paralelo y cercano al asfalto, esta vez con la carretera a la izquierda y con muchísimo más trafico que el día anterior. Un continuo rodar de coches y camiones, más denso y constante en dirección a Astorga, que resultaba molesto, desagradable, no era ni mucho menos la mejor sinfonía para mi último amanecer en el Camino. Habíamos leído que el panorama de los primeros seis kilómetros sería así, por aquel sendero junto a la nacional, pero no podíamos imaginar semejante volumen de tráfico a aquellas horas. No quedaba más que caminar para llegar al punto en el que, por fin, nos alejásemos de la carretera y su insoportable contaminación acústica. El propio entorno y tal densidad de tráfico habían dado al traste, hacia tiempo, con la ilusión de poder disfrutar del último amanecer, este año, en el Camino.

A medida que avanzábamos, el día iba ganando en claridad y se empezaban a apreciar los primeros destellos del nuevo día a nuestra espalda, al otro lado de la carretera, como a nuestras «siete menos veinticinco, con las doce en punto al frente». La carretera y su circulación, ademas de aportar ruido, impedían ver normalmente el horizonte y disfrutar de la salida del sol. Mi poder de persuasión para que, el novel compañero, madrugase y disfrutase del amanecer aquella mañana había sido en vano. No habíamos tenido suerte. El mallorquín, que demostró haber aprendido pronto, le quito importancia. Lo habíamos comentado el día anterior… en el Camino era importante, ser constructivo, era más rentable pensar en positivo… ante mis lamentaciones por el infortunio me decía, «no vamos a ver un bonito amanecer pero al menos no llueve ni hace viento«, y tenía razón! Cierto es que podría haber sido mucho más bonito, pero también podría haber sido mucho peor, y que además de estar en aquel entorno, que irremediablemente tocaba, las condiciones meteorológicas podían haber sido mucho más adversas, o sea que mejor era disfrutar del momento tal cual había tocado y dar gracias por ello.

 

 

Después de setenta minutos caminando junto a la carretera, con aquel ensordecedor trasiego constante de vehículos, por fin, el camino se desviaba a la derecha y se alejaba del asfalto casi en perpendicular, lo cual se agradecía pues traía serenidad y permitía percibir los sonidos naturales del entorno y momento. Empezábamos a oír pajaritos, cuervos, algún gallo y perro del pueblo al que estábamos a punto de llegar, Hospital de Órbigo. Un pueblo que en aquel momento comenzaba a desperezarse, coincidiendo con la llegada de las primeras luces del sol, el cual teñía de anaranjado los campanarios, las partes altas de las edificaciones y las copas de los arboles, ocres ya al estar bien inmersos en otoño. Las vistas, los sonidos, aromas e incluso la temperatura hacían muy agradable el paseo por el puente de piedra y el discurrir por sus calles. Nos llamó poderosamente la atención los grandes y antiguos portones de madera que lucían muchas de sus casas en la calle principal, la mayoría perfectamente conservados, únicamente un par de ellos pendientes de recuperar o rehabilitar. Aquellas impresionantes portadas contrastaban y dejaban en mal lugar a las modernas puertas, blindadas y lacadas en blanco, y ni que decir en que lugar quedaban las de aluminio y cristal… que daño hizo en el entorno rural la llegada del aluminio a las fachadas de las casas de pueblo. Debería estar financiado por la CEE en defensa del patrimonio histórico arquitectónico de los pueblos de España! ???? ¡que horror!

 

 

Dejábamos atrás Hospital de Órbigo y se nos abrían dos posibilidades, seguir de frente por un camino que nos llevaría al crucero de Santo Toribio, pero por un andadero paralelo a la N-120 y otra opción, tomar el camino de la derecha que nos llevaría al mismo punto pero por un paisaje más rural, agrario y de monte bajo, apartado de la carretera. Evidentemente tomamos este último que nos llevaría primero hasta Villares de Órbigo y posteriormente a Santibáñez de Valdeiglesias, pueblo donde habíamos convenido parar para descansar un poco y almorzar algo.

A las diez hacíamos la parada en el albergue de Santibáñez, único sitio abierto, y pedíamos unos bocadillos, de jamón y queso para el mallorquín, de bacón para mi, con un café con leche para él y nada para mi, optaba por beber agua para acompañar el bocata. El agradable hospitalero nos decía que tendríamos que esperar un poco a que llegase el pan del día, lo normal es que hubiese llegado a las nueve y media, como todos los días, pero ese día aun no había llegado, se lamentaba. Esperaríamos diez o quince minutos a ver si llegaba, sino pues tiraríamos del pan del día anterior, que seguro que se podía comer, aunque no fuese pan reciente y de pueblo. A los pocos minutos se oía el claxon de una furgoneta que llamaba la atención alertando de su llegada. Intuíamos que sería el pan, lo cual se confirmaba, dos minutos después, cuando veíamos aparecer por la puerta a un mozo portando un saco de papel de estraza, el típico saco que tiempo atrás había portado la materia prima… la harina. No tardo en perfumar con matices de tahona la sala en la que esperábamos,mientras descansábamos, pacientemente el almuerzo. Sin duda iba a merecer la pena la espera del pan del día. Mis jugos gástricos se habían desatado con la estela perfumada de dejo el buen mozo, y para colmo, de inmediato nos empezaba a llegar el olor del bacon dorándose en la plancha. Estaba salivando y todavía no había visto el bocadillo.

En breve apareció aquel bendito hospitalero con el bocadillo del mallorquín, un bocata de palmo y medio de jamón y queso. El hombre nos daba un poco de conversación interrogándonos sobre procedencia, destino, origen, al tiempo que nos ponía al corriente de algunas suyas. Era de allí, de Santibáñez, aunque vivía en Astorga, pero de marzo a noviembre iba poco por Astorga. Fue siempre camionero y desde que se jubiló, se dedicaba, los meses menos fríos, al albergue, al huerto y las viñas que tenía con sus hermanos. El huerto todavía les estaba dando algún tomate aunque ya estaba en las últimas. De las viñas todos los años sacaban para hacer un tonel de vino para consumo propio de la familia, y amigos, no vendían nada, lo iban embotellando y consumiendo. Nos explicaba que era un vino que en botella no aguantaba mucho, no tenía nada de química, de hecho cuando una botella se abría había que bebérsela, para el día siguiente había perdido todo su encanto natural.

Según se iba a la cocina, a buscar mi bocata de bacón, le tuve que decir: «cambio de planes! Has nombrado la palabra clave y de que manera… VINO, he cambiado de opinión, el agua lo dejaré para cuando este caminando, ese bacón huele que habrá que echarle un poco de vinoy más después de hablarme del vino de elaboración propia sin aditivos», «¿Qué vino te pongo? ¿El que saco embotellado para el albergue? o ¿el que hacemos para nosotros?» «El que usted quiera, de verdad, aunque me ha vendido tan bien el de consumo familiar, que sería un privilegio poder probarlo...» enseguida aparecía con el bocadillo y al poco con la botella de vino, encorchada, sin la cápsula que cubre el cuello y tapón, le preguntaba para confirmar, «¿Este es el vino que elaboran ustedes? Si, si, vais a probarlo a ver que os parece.» El bocadillo de bacon, bien pasadito, crujiente, estaba de muerte y el vino era un muy buen vino, bien asentado, con cuerpo, lleno de matices afrutados. Sin ser entendido en vinos, aquel caldo estaba rico, quizá solo se percibía algo más de lo normal el porcentaje de alcohol al beberlo, no al olerlo. Que tipo más majo, había abierto una botella de su vino para dárnoslo a probar. Yo me tomaba, enterito, aquel bocata del tamaño de una botella de litro de cerveza, acompañado de un vaso del vino, de elaboración propia, y me quedaba como un señor.

Después de una parada, mucho más larga de lo habitual, unos cuarenta minutos que bien había valido la pena, volvíamos al camino sabiendo que ya habíamos cubierto la mitad de la distancia, solo nos separaban de Astorga unos 12 kilómetros. El recorrido, según me había leído el mallorquín, sería por pistas pedregosas alejadas del ruido de cualquier carretera, algo que siempre es agradable, reconfortante e invita siempre, al menos a mi, a pensar. Estaba ante mis ultimas dos a tres horas caminando e inconscientemente comenzaba a valorar la experiencia de mi deseado contacto anual con el Camino y, nuevamente, que gran experiencia!!!

Cierto era que desde aquella noche que plácidamente había dormido en la habitación para cuatro, en el albergue de Terradillos de los Templarios; aquel que parecía un hotel de carretera y que me resulto más frío que el abrazo de una suegra… desde aquel día venía arrastrando la molestia en el empeine del pie izquierdo. Esa dolencia que periódicamente, con distinta frecuencia, me aparece y desaparece, pero que siempre es molesta, llegando en su punto álgido al dolor, y para la que no dispongo o conozco tratamiento, más que la paciencia, la ignorancia y esperar a que desaparezca a los tres, cuatro o cinco días, no suele nunca llegar al sexto. Aquel, mi último día en el Camino, era el cuarto seguido de aquella dichosa molestia. No había pasado buena noche, me molestaba cada vez que estiraba la pierna o la giraba y esta rozaba con el saco, llegando al dolor cuando el pie hacia tope y tensaba el saco. Cuando me levanté lo noté caliente e inflamado. En la ducha de la mañana aproveche para hacer cambio de contraste en la zona, pasando varias veces del agua caliente a la fría. Me preocupaba, y me jodía enormemente, que aquella mierda pudiese fastidiarme el último tramo.

Haciendo la valoración global de lo que había sido la experiencia desde mi partida en Belorado, solo ésta era la única incidencia negativa; porque el que se me hubiese estropeado el ordenador portátil y la tablet y tuviese que haber escrito las últimas crónicas con el móvil, era solo algo que ralentizaba y complicaba la escritura, pero como lo hacía con tanta ilusión, pasión y placer, y además me encontraba ya tan zen… pues la verdad es que los contratiempos tecnológicos me resultaban algo anecdótico y que con el tiempo resultaría hasta gracioso.

Mi valoración general, mientras caminaba por aquel sendero empedrado, que subía y bajaba pequeños pero pronunciados desniveles, era muy positiva. Había sido, sin duda, una de las mejores experiencias en el Camino. Todas, vistas en la distancia, tienen su punto maravilloso guardado en mi recuerdo, y que solo pido poder recordarlas siempre (ojala nunca una enfermedad me robe el recuerdo de todo lo vivido). Todos los Caminos me han cautivado, desde el primero, por ser eso, la primera vez y hacerlo en familia, hasta el último, el del año pasado, cuando Marian y yo disfrutamos y sufrimos el tramo portugués desde Tui, con aquellos insoportables dolores por su fascitis  plantar, pero que nos unió más aun, si cabe. También el que gozamos con los amigos de Albares y último compartido con Carlos (hasta el momento), o aquel primer Camino en solitario, a mediados de diciembre, partiendo desde el otro lado de los Pirineos para llegar hasta Logroño. Únicamente guardo con menos cariño el que tuvimos que suspender en 2017 en Belorado para volver a Madrid con urgencia. El resto, todos tuvieron algo especial, pero este, este había sido una delicia… desde que decidiese, tras la segunda jornada, en Burgos, soltar lastre sobrante, mi cuerpo y mi mente se habían aclimatado e integrado perfectamente al Camino, disfrutando en cada jornada. El Camino alimentaba y depuraba mi mente, al tiempo que mi cuerpo alcanzaba cada destino de manera cómoda, sin complicaciones, superando y solventando en plena forma cada jornada. Día tras día lindaban o superaba lo que para mi era, normalmente, la distancia límite donde empezaba, más tarde o más temprano, el sufrimiento… esa barrera que tenía fijada entre los veinticinco y los treinta kilómetros. En esta ocasión había incluso llegado a hacer casi cuarenta y cinco, dedicando más de nueve horas para llegar al destino, siete de ellas bajo la lluvia, y mi estado físico y mental me habían sorprendido gratamente, cansado, con los síntomas lógicos de la fatiga, pero entero, con alegría y dispuesto para afrontar sin dolencias el día siguiente. No podía estar más feliz con lo vivido y como me había sentido hasta aquel último día.

Pero hoy las sensaciones eran distintas. Notaba que el ritmo, desde primera hora de la mañana, era distinto al mantenido los días anteriores. Llevaba aislando mentalmente la molestia en el empeine desde que me calcé la zapatilla, pero estaba ahí. El dichoso empeine me hacía marcar una cadencia inferior a la habitual, esa en la que me siento realmente cómodo y que me había permitido hacer tramos importantes, con alegría y sin acusar sobrecarga muscular alguna. Hoy iba tocado. El mallorquin lo sabia, estaba informado de la molestia, había visto la tarde anterior como estaba el empeine. Él consciente de que no iba bien, porque lo notaba, hacia discretamente las veces de fiel escudero, aflojando su ritmo, dándome sutilmente ánimos con su prudente conversación. Durante toda la mañana, caminando tranquilamente, departimos de distintos temas, generales y personales, hablamos de política (de fútbol habíamos hablado algo el día anterior para amenizar la horrenda salida de León), especulamos sobre el resultado de las próximas elecciones generales (10 Noviembre), también charlamos de las grandes diferencias de vivir en una ciudad a hacerlo en un pueblo, hablamos plácidamente, como se suele decir, de lo humano y lo divino, nos confesamos mutuamente que nos había traído a cada uno al Camino. Escuche con atención el motivo por el que con 25 años había tomado la decisión de hacer el Camino, entendí perfectamente su necesidad de aislamiento para meditar acerca de que importante decisión tomar respecto a su futuro, a medio y sin duda a largo plazo. Según me compartía, y explicaba, admiré su madurez y la importancia de su capacidad reflexiva, el día de mañana, dentro de muchos años, tendría quizá conformación de haber acertado o haberse equivocado, pero su gran valía era haberse planteado la necesidad de sopesar tan concienzudamente aquella decisión. Inevitablemente llegue a la conclusión de que hay decisiones en la vida que generalmente tomamos muy a la ligera y que a la larga suelen tener consecuencias no deseadas y que, además, suelen conllevar daños colaterales. Aquel jovenzuelo, jienense, afincado en Mallorca, que me estaba haciendo de gregario para mi, me acababa de dar una importante lección al confesarme el principal motivo que le había llevado a hacer el Camino. Se lo reconocí, agradecí y deseé que fuese cual fuese la decisión que finalmente tomase, fuera con convencimiento y disfrutase siempre de lo que su futuro le deparase.

Así, caminando y disfrutando de la conversación, casi tanto como de los ratos de aislado silencio, habíamos ido avanzando hasta llegar, poco antes de las 12, a un punto muy particular del Camino Francés, la Casa de los Dioses, un oasis 24·365, alternativo, de gozo, respeto y admiración para los peregrinos, quizá cuestionado por algunos caminantes, e incomprensible para los turistas del camino. Tras varias subidas y bajadas por aquel pedregoso sendero aislado de cualquier sonido civilizado, se alcanza un altiplano en el que, a pocos cientos de metros se atisba, a la derecha del sendero, un «complejo» inesperado, a medida que nos aproximamos, descubrimos que se trata de un pequeño «kioskillo» montado sobre parte del camino en el que lucen gran variedad de frutos, secos y frescos, además de refrescos naturales. Tras el tenderete hay un chamizo perfectamente equipado para satisfacer las necesidades básicas y no tan básicas durante las 24 horas del día los 365 días del año, un rincón acogedor que en las condiciones más extremas, de frío o calor, resulta el más increíble oasis para el peregrino necesitado de resguardo. Bajo el techado, entre las tres paredes levantadas con maderas, que incluyen en la del fondo hasta una amplia ventana a modo de mirador, encontramos al protector y cuidador de aquel maravilloso complejo, David Vidal, un catalán que por los motivos que fuesen, tras recorrerse varios Caminos y el perímetro peninsular, li·te·ral·men·te, de este a oeste, de norte a sur, de izquierda a derecha y de abajo a arriba, e incluyendo parte del sur de Francia, decidió hace 10 años instalarse en aquel altiplano, junto al Camino, para dar servicio a los peregrinos, de día y de noche, durante todos los días del año, a cambio de nada y de todo, no exige nada y disfruta de todo. David vive allí para ayudar al que hasta aquel punto del Camino llega con alguna necesidad. Vive con lo mínimo, menos de lo necesario, y gracias al resto de personas, no peregrinos necesitados, que por allí pasan y curiosean, consumen o no sus productos, sellan su credencial y depositan voluntaria y libremente un donativo. La Casa de los Dioses, un lugar curioso para cualquiera, residencia para David y un bendito oasis para determinados peregrinos.

Tanto el mallorquín como yo aprovechamos nuestro paso por aquel lugar, él para descalzarse y cuidar sus pies en la trasera de aquellas tres paredes de madera, zona que posiblemente, en las horas de menor trasiego, debía servir de «dormitorio» a aquel HOSPITALERO (con mayúsculas), de nombre David. Yo las aproveche en principio para, sin la mochila a hombros, recostada en un tronco, curiosear todo, incluido los alrededores (una zona más alejada del chamizo y del camino pero también perteneciente al complejo) y después a observar todo y a todos los que por allí se movían, lo que hacían y sobre todo como se desenvolvían y miraban… incluyendo al bueno de David, que dedicaba aquellos minutos a sellar, con silicona, las ranuras que había entre las tablas de una de las tres paredes, mientras, un peregrino descansaba a su lado, disfrutando de una infusión que se había preparado con el agua que hervía sobre la estufa de leña, que hacía aún más acogedor aquel reducido y singular habitáculo. Después de cruzar un par de saludos y responder a David a las preguntas recurso y típicas, procedencia y residencia, tuve la fortuna de poder disfrutar de unos minutos de conversación con él, más banal en inicio pero que gano progresivamente en profundidad y sustancia, que me permitieron hacerme una ligera idea, errónea o acertada, nunca lo sabré, de su porque.

 

Aunque me hubiese encantado seguir departiendo mucho más con David, sin limites (tiempo, obligaciones ni destino), partíamos de aquella Casa de los Dioses con el objetivo puesto en alcanzar Astorga. Según lo leído, nos separaban escasamente siete kilómetros, si así era, en una hora y media deberíamos estar llegando al albergue. Al reanudar nuestro caminar comentamos entre nosotros y compartimos nuestro parecer de aquel lugar, a ambos nos impresionó, reconociendo y valorando que era un sitio exclusivo, reservado y disponible solo para aquellos que hacen el Camino, bien sea como peregrino, como caminante o como turista y que cada uno lo verá y valorará según su condición y los ojos con los que lo mire y vea.

Poco después de aquella experiencia alcanzábamos el  Crucero de Santo Toribio, desde donde se contemplaba nuestro destino, Astorga estaba a la vista y para estar a nuestro alcance faltaría seguramente menos de una hora. Desde allí la dolencia de mi empeine pasó a un tercer plano y poco a poco pasé a ser el gregario que tirase del mallorquín, quien con el objetivo a la vista se le hacía interminable e inalcanzable el momento de acabar. A las 13:30 entrabamos oficialmente por las calles de Astorga, enfilábamos una subida que desembocaba a las puertas del que sería mi último albergue de este Camino, el Albergue Siervas de María, de donde partiría al día siguiente Rafa León, el mallorquin para continuar con su objetivo de llegar el día 31 a Santiago de Compostela, junto al grupo de italianos e italianas con los que volvimos a coincidir y a los que había perdido la pista en El Burgo Ranero, Bruno, el cocinero brasileño residente en irlanda y muchos otros peregrinos más, mientras yo me alejaría del Camino para retomar el mío propio, volviendo a Alcalá, a casa, con los míos…

 

Pero eso sería ya mañana….

#Buencamino