Camino de Invierno · 2ª jornada

Las Médulas · Barco de Valdeorras · 27 KM · 6h 16m

Ayer, tras terminar de escribir, aprovechando que estaba en el restaurante donde había comido, pedí una tortilla francesa, un tomate natural con aceite y sal, acompañado de unas patatas fritas y así, ya cenado, me fui a descansar.

Después de comer, había vuelto a la casa de habitaciones. La intención era localizar un rinconcito donde poder ponerme con el portátil. Pero fue en vano, no disponía de zonas comunes y el salón/cocina/comedor, salvo para el desayuno, estaba restringido a los huéspedes, era solo para uso familiar… (tomo nota para la pertinente reseña en google).

A las 21:30 estaba ya en la habitación, enseguida me puse a comprimir fotos para adjuntarlas al escrito. Después de estar, casi uno hora, probando distintas opciones, finalmente tuve que desistir y subir el texto sin una sola foto. El wifi de casa Socorro era como el resto de la casa, un quiero y no puedo.

Cuando Socorro, tras el registro y pago de los 30€ en efectivo, no tenía datáfono, me acompañó a la habitación asignada, me comunicó que había llegado justo en fiestas y me puso en pre aviso de que, en la carpa blanca que había un poco más abajo (la que había visto cuando llegaba, a escasos 30 metros), por la noche, habría orquesta y seguramente se oiría algo desde la habitación. Así fue, a las diez en punto de la noche, el bajo y el bombo de la batería, empezaron a acompañar a la orquesta tocando desde mi habitación. Por suerte al vocalista, teclados y guitarras conseguí ignorarlos gracias a la persiana bajada, mi trauma acústico de agudos y los tapones para dormir bien apretados. Los grabes me han acompañado hasta pasadas las segundas tres de la madrugada de hoy…

El día ha empezado para mi, más o menos como siempre, solo que con cambio horario. Si normalmente me despierto sobre las cinco y media o seis menos cuarto, hoy lo he hecho igual solo que con cambio de hora… a las cinco menos veinte salía de la cama para ir al baño y, aunque volvía a ella con intención de recuperar las horas mal dormidas por por culpa de los compañeros de habitación, poco antes de las cinco y media desistía y salía de la cama para aprovechar y, sobre una alfombra blanca que había doblada a los pies de la cama, curiosamente impoluta, ponerme a hacer un poco de ejercicio y estiramientos, para, después del tute de ayer, afrontar la jornada de hoy de la mejor manera posible.

Después de media hora de ejercicio, me dirigía al baño, compartido con el único huésped, a parte de mí, en la casa (alguien que no vi, pero que se vino tarde de fiesta. Se debió cruzar en el pasillo con los músicos cuando salían de mi habitación). Duchita rápida con agua fría para espabilarme y entonar los músculos.  Después los preparativos de costumbre para recoger y tener todo listo para, después de, hoy sí, desayunar algo abajo (en el salón/cocina/comedor de uso privado, salvo para el desayuno) emprender Camino.

Después del día de agua de ayer, hoy, por si acaso, salía de la casa ya con las polainas bien ajustadas; cuando se hace a la intemperie, lloviendo, portando todos los bártulos, al final no suelen ir bien puestas y se acaban moviendo y permitiendo que entre algo más de agua del que debería. Hoy no iba a ser así, hoy no me entraría nada de agua. ¡Seguro!

A las 08:03 me hacía la autofoto de rigor para enviársela a la familia, anunciando el inicio de la camita de hoy. Lo hacía más tarde que de costumbre, pero tenía un porque. Hoy, por lo que me había podido documentar, la salida de Las Médulas tenía unas vistas por las que merecía la pena sacrificar un amanecer en medio de ningún sitio. De ahí que partiese siendo ya de día, aunque sin haber salido aún el sol.

Enseguida estaba caminando sobre el sendero ascendente que me llevaría en menos de dos kilómetros al alto de las Pedrices, de poco mas de ochocientos metros de altitud. El día estaba despejado, la temperatura era fresca pero agradable, unos ocho grados. Sin viento. De vez en cuando giraba la vista para mirar a mi espalda y disfrutar de la belleza y los tonos que, a esa distancia, mostraban Las Médulas… los rojos arcillosos en contraste con unos verdes intensos y esos característicos ocres otoñales, además, a mi izquierda, me llamaba la atención un cúmulo de nubes bajas estancadas, como si alguien las hubiese depositado entre los montículos montañosos. Una imagen y un contraste de colores imposible de captar para mí en una foto o un vídeo, pero digno de ver.

Seguía ascendiendo para poco a poco llegar al alto y perder de vista, definitivamente, el cuadro sin enmarcar de Las Médulas que había llevado a mi espalda. Pronto comenzaba el descenso y al poco descubría, frente a mí, al fondo, un mar en calma de nubes blancas enganchadas bajo las copas de los pinos que se divisaban a media y larga distancia, muy por debajo de la altura a la que aún me encontraba.

Durante el descenso, mientras me adentraba en un inmenso bosque de pinos, he parado innumerables veces para hacer fotos, filmar videos y, simplemente, disfrutar del espectáculo. Seguía con la mirada, hasta perderse en la distancia, el trazado del sendero por el que descendía en dirección al mar de nubes. Cada vez era más evidente que el camino desembocaba en aquel mar… era cuestión de tiempo. En breve era testigo de un efecto singular. La niebla parecía que estaba levantado. También podía ser que yo estuviese descendiendo tan en vertical que me estuviste sumergiendo en ella, o ambas cosas. El hecho es que, en un par de minutos, el despejado cielo azul había desaparecido, la sensación general de humedad, especialmente en el suelo de tierra y tamuja, así como el intenso aroma a pino, me envolvía por completo. La sensación térmica seguía siendo la misma, fresca, agradable y ahora, además, húmeda.

 

Durante prácticamente una hora he caminado por aquel sendero que seguía descendiendo, pero de manera más moderada, inmerso en la niebla y flaqueado en derredor por un sin fin de altos pinos. Solo, casi al final del bosque, cuando empezaba a surcar una zona de monte bajo, donde sutilmente el aroma de pino daba paso a una mezcla de olores a jara, tomillo y romero, aún cubierto por la niebla, percibía por primera vez signos de vida humana. Precedido del labrar de una jauría de perros, a lo lejos, a mi izquierda, se oía alguna voz y de vez en cuando un disparo. Domingo de caza.

La niebla me ha acompañado hasta las puertas de la primera población que cruzaba hoy, Puente de Domingo Florez. En la parte baja del pueblo la visibilidad era perfecta, aunque, si levantaba la vista ahí estaba, a pocos metros, pero guardando las distancias. Una vez cruzado el pueblo, antes de tomar la salida, aprovechaba para quitarme las polainas. Tenía la sensación de llevar una sauna de rodilla para abajo, además de sentir cierta presión por encima del gemelo, es lo que tiene ajustarte bien las polainas sin necesidad y antes de salir a caminar, sobre todo si no cae ni una gota de agua. Aprovechaba para quitarme también la chaqueta Terrex que llevaba debajo del chubasquero y me dejaba este abierto, no fuera a ser que me lo quitara y se pusiera a llover.

Enfilaba la salida de este pueblo, bastante grande, para enseguida llegar a Quereño, menos de dos kilómetros separaba a ambos, con el río Sil como linde. Una vez cruzado el puente sobre este, se comienza a pisar terra galega, en la provincia de Ourense para ser precisos. La salida de esta primera población gallega se hace junto a un enorme muro de hormigón construido para contener la presa de Eirós. El Camino pasa entre este y la central eléctrica para desembocar en lo que debía ser un verde y precioso bosque, pero que ahora, una vez arrasado por el incendio del pasado mes de julio, ofrece una terrible imagen a ambos lados del camino, además de un triste olor a madera quemada y a ceniza húmeda. Por suerte, y supongo que gracias al clima de la zona, empiezan a verse brotes verdes en la base de algunos arbustos calcinados, pero la imagen, y el sentimiento, al caminar durante kilómetros con esta estampa, entristece el alma.

Han sido unos diez Kilómetros caminando con el bosque calcinado a mi izquierda y, a la derecha, en primera instancia una vía ferroviaria y un poco mas a la derecha el cauce del río Sil. En algún punto, junto a la orilla, donde la corriente no arrastra el agua, se podía percibir aún una capa de ceniza flotando… muy triste.

Pasadas las once alcanzaba Pumares, un pequeño y pintoresco pueblo, casi a medio de camino entre Quereño y mi objetivo de hoy para hacer una paradita y tomar un refrigerio, Sobradelo, aún a 5 km. Las nubes habían desaparecido por completo y el sol empezaba a hacerse notar de forma insistente. A escasos dos kilómetros de mi aperitivo de hoy, aprovechando que alcanzaba a un paisano que venia de caminata desde Pumares, justo a la altura de un merendero, lo saludaba y me paraba para quitarme el chubasquero, que aunque llevaba abierto, me iba cociendo. Lo acomodaba en la mochila para, acto seguido, seguir dirección a Sobradelo compartiendo camino y charleta con aquel septuagenario vecino de Sobradelo, que según me contó, habitualmente hace la caminata desde su pueblo a Pumares y vuelta. 

Hemos comentado sobre el Camino, sobre el incendio y las consecuencias y peligros que ahora tiene. Me decía que a él le da más miedo el agua que el fuego. Argumentaba que ante el fuego se puede intentar extinguirlo, con agua, con medios… algo se puede hacer, incluso salir corriendo o escapar, desalojar la zona; pero con el agua… el agua no avisa y, estando en la parte baja de una montaña, si se produce una fuerte tormenta en la parte alta, según está el bosque, la acumulación en cualquier desfiladero, o torrentera, de los restos del incendio, puede provocar una retención de aguas por la madera, barro y cenizas, que si colapsa, arrastra con todo lo que pilla a su paso… y sin avisar… 

Muy interesante y enriquecedor el ratito de conversación y camino compartido con aquel anónimo vecino de Sobradelo del que me despedía justo a la entrada de su pueblo, cuando él se detenía para saludar y charlar con unos vecinos provistos de cepillo, recogedor, cubo, fregona y flores, a puertas del cementerio. Yo me despedía con un ¡buen día, y salud!, mientras él me deseaba “buen camino”. 

Como cien metros más abajo, al girar a la izquierda, junto a unos contenedores de basura, en una pequeña plazoleta, veía en frente a una paisana. Acababa de salir de una casa que había a mano derecha, llevaba una pequeña gaveta, aparentemente con basura, dirección a los contenedores. Seguramente de la quinta de mi anterior compañero de Camino. Vestía de estar por casa, con el delantal puesto. Enjuta y con la cara famélica pero con muy buen lustre y llena de energía, a tenor de sus movimientos. Un par de metros antes de llegar a su altura, con acento y musicalidad gallega, me preguntaba “¿vas solo?” ¡Si, mejor solo que mal acompañado! la respondía con amplia sonrisa. Ella me decía algo que no alcanzaba a entender (no llevaba puestos los audífonos). Me paraba para preguntarle que me decía y, ya devuelta de tirar la basura, volvió a repetirlo pero solo alcance a entender el final de la frase “… poco más abajo hay dos cantinas”.  Pues en una de ellas habrá que parar para tomar un algo. ¡Gracias y buen día señora! “Buen camino, majete!.

En menos de cinco minutos, tras descender aun unos cuantos metros, me veía frente a tres bares. Abiertos además. Entraba en el primero, dejaba la mochila y el bordón junto a la máquina tragaperras y me acercaba a la barra para pedir cualquier cosa, un tercio de Estrella, por ejemplo… Gélido y acompañado de una porción de tortilla de patatas con cebolla y un preñado de chorizo como tapa… que rico me ha sabido, y que bien me ha sentado descansar de mochila y sentarme diez minutos en un taburete alto, estirando sutilmente la zona lumbar al tiempo que ejercitaba y hacia algún movimiento con el tren inferior para relajar y soltar tensión. Tras pagar dos con cincuenta, volvía a cargar a hombros la mochila a asir fuertemente el bordón y a comenzar a ascender para coger la carretera por la que tendría que caminar durante un trecho antes de coger el camino que saldría a la derecha y que por un bosque de pinos primero y un campo entre viñas en balcón, a izquierda y derecha, llegaría siete kilómetros más adelante a la entrada de Barco de Valdeorras, para después de caminar por sus calles algo menos de media hora, alcanzar La Gran Tortuga, mi modesta pensión de hoy, donde por 25€ pasaré la noche en habitación doble, de uso individual, con baño privado. Un lujo, solo que de los años 70.

Y así ha sido la segunda jornada de este Camino de invierno, con cielos despejados, niebla, sol calido, vistas y paisajes maravillosos, también desoladores, con un ratito en compañía y de charleta y con el lujazo de poder disfrutar de una Estrella de Galicia bien fría, y con tapa, a menos de dos horas de destino… ¿y mañana?  Pues mañana más y seguramente mejor… 

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