3ª Jornada bicigrina

Ponferrada · Villafranca del Bierzo (8 de julio 2009)

Abríamos el ojo y poco después las persianas enrollables motorizadas. Lo único destacable en aquel “apartamento” con la calidez propia de un piso con suelo de terrazo, en el siglo XXI…

Ducha rápida, no por prisa sino más bien porque el habitáculo no invitaba a recrearse. Bajábamos ya ataviados con el uniforme de bicigrinos a entregar la llave y echar “un algo” al cuerpo en ca Miguel, para luego recoger las bicis y tras acoplar alforjas y demás, emprender camino hasta la que sería nuestra próxima parada para pernoctar, Villafranca del Bierzo.

Lo hacíamos pronto pero no temprano, posiblemente motivados por el resultado de la jornada anterior; había sido una etapa mucho más larga (33 km) y habíamos llegado con tiempo suficiente para comer y demás, por lo que la etapa que teníamos por delante, de tan solo 24 km, no precisaba horarios intempestivos.

No tardamos en dar con la salida de Ponferrada. y localizar la vieira amarilla sobre fondo azul que indicaba íbamos en la dirección correcta. Justo al dejar atrás Ponferrada hicimos una breve parada  junto a un compresor de inflado de una gasolinera, para revisar presiones e inyectar, en las ruedas vintage de la bici de Marian, unos de los geles “milagro”. La mayoría de la ruta se haría por senderos y sus gomas no eran muy de cros que digamos, eso sí…  eran monísimas, pero lisas y sin tacos…  y yo, ya puestos, tampoco quería recurrir a decir tacos por culpa de algún desafortunado pinchazo.

Enseguida rodábamos por un camino sobre la llanura de la comarca de El Bierzo, la vista era sorprendente e impensable para mí… multitud de viñas a ambos lados que parecían perderse hasta cerca de la falda de las montañas, a derecha e izquierda. Nada extraordinario pero que nunca hubiese imaginado en esa zona, en León. Cada poco más de 3 , 4 o 6 km tropezábamos con un pueblo o núcleo urbano, aunque no todos los atravesamos, alguno apenas lo rozábamos por uno de sus vértices; primero Columbrianos, luego Fuentes Nuevas, más adelante Camponaraya, Cacabelos y por último, antes del destino final, Pieros, una pequeña y bien conservada aldea, surcada en dos por una adoquinada bajada. La etapa estaba siendo llevadera, entretenida y agradable para los sentidos, vista y olfato principalmente.

Como no faltaba mucho para alcanzar Villafranca y, al hacer el primer giro en la bajada de entrada a Pieros, avistamos un bar, decidimos hacer una paradita y satisfacer también al siempre agradecido sentido del gusto. En el lugar elegido para dar gusto al gusto y descanso a las nalgas, coincidimos con un también reducido grupo de peregrinos, mismo número de componentes pero distinta montura. A diferencia nuestra, en lugar de revisar ruedas, ellos debían periódicamente examinar el herraje de sus monturas…

¡Peregrinos a Caballo! Es algo que desconocía al principio, como muchísimas otras cosas del Camino. ¡Hay que ver todo lo que se aprende! y sin necesidad de matricularse en un master de esos. Que no digo yo ya yendo a clase… por lo visto eso puede ser lo de menos, sobre todo gastado buen tamaño y dureza de rostro, además de estar bien afiliado… Pues eso, que yo no sabía que además de andando o en bici, también había quién lo hacía a caballo. La verdad es que lo descubrimos el día anterior mientras subíamos por carretera hasta la Cruz de Fierro. Por un camino cercano paralelo a la calzada, a la derecha, se veía un grupo de caballistas que, al paso, avanzaban en  nuestra misma dirección. La distancia permitía distinguir sobre las sillas de montar alguna vieira y/o calabaza que desvelaba su porque. En algún punto más pudimos observarlos a cierta distancia.

 

 

El pequeño y descendente pueblo de Pieros fue el sitio donde tuvimos el primer encuentro cercano con peregrinos a caballo. Fue breve, pero de los que se recuerdan. Nosotros parábamos y ellos iban a partir. Acomodábamos las bicicletas a cierta distancia de los animales, mientras, los caballeros de austera apariencia iniciaban los preparativos para reanudar su acompasado y bamboleante paso. Antes de entrar en el pequeño bar o mesón, veíamos como tomaban riendas y se incorporaban a sus monturas, para continuar su camino por la cuesta abajo. Lo siguiente que vimos nos hizo dar un respingo. Uno de los caballos perdía agarre en una de sus patas y, en un extraño, su jinete se deslomaba contra los adoquines…

Por suerte, tras reponerse del susto y aparentemente quedar solo en un fuerte leñazo sin más consecuencias. Reanudaban juntos el camino, uno de ellos visiblemente dolorido, con las riendas en la mano, pero esta vez a pie. Así harían el trecho de calle en pendiente, peligrosa por resbaladiza para el herraje que calzaba a los equinos.

Comentada la fatalidad, así como la dureza oculta tras la aparente comodidad de hacer el Camino a lomos de un caballo, nos dispusimos a reponernos de la impresión y atajar los nervios del momento. Íbamos a recurrir al mejor método conocido, además de seguro…  pedir algo para picar en la barra, por ejemplo un montado de lomo, que una vez presentado, nos surgió la duda respecto a si se salía del abandejado plato más de ancho o de largo…  Carlos supo darle buena salida a más de la mitad, mientras que al resto, a pellizcos y mordiscos, nos lo fuimos apropiando los demás. Cervecitas, refrescos y algún pitillo para el pecho por lo bien que lo había hecho… la que por aquellos entonces aún fumaba y… a seguir para llegar a nuestro destino que estaba a escasamente 6 kilómetros, no sin antes sellar cada una de los pasaportes compostelanos.

 

 

Abandonábamos el encantador Pieros y tomábamos una senda que discurría cercana y paralela a la carretera. Un par de kilómetros más allá nos separábamos de la calzada para empezar a rodar sobre un camino de zahorra, al tiempo que comenzaba una fuerte subida. Prácticamente todos lo afrontamos con éxito, solo en algún caso se echó el pie a tierra para superarla, más por falta de confianza que de fuerzas. Una vez alcanzado el alto comenzaba una también fuerte bajada y así sucesivamente una serie de cuestas y pendientes que formaban una roma montaña rusa, superada sin gran esfuerzo gracias a la inercia conseguida en las bajadas que ayudaban a coronar el siguiente alto. De este modo entrabamos en Villafranca del Bierzo.

Enseguida percibimos que se trataba de un lugar con un encanto especial, señorial. Discreto al tiempo que elegante. Sus calles y casas empedradas del casco central nos recibieron, guiaron y condujeron hasta el puente para cruzar el río Valcarcel y darnos de bruces con lo que sería nuestros aposentos hasta la mañana siguiente, el Hotel Restaurante Méndez, modesto pero limpio y confortable al tiempo que bien regentado.

Una vez identificados en la recepción y puestas a buen recaudo las cuatro monturas, nos acomodamos en las dos habitaciones reservadas tiempo atrás. Tras el protocolo de higiene y bienestar acostumbrado, nos apresuramos para dar con un local sugerido por alguien cercano a uno de nosotros. Tuvimos que preguntar y andar durante un largo trecho para finalmente, tras veinte minutos caminando, encontrar, a las afueras, un restaurante de carretera, que no dudamos se comiese bien, pero ni sus instalaciones, ni sus desperdigadas mesas de formica setentera, por mucho que fuese sugerido y regentado por alguien cercano a nuestro contacto, fueron motivos suficientes para acceder a comer allí… por tarde que fuese, que lo era, desandamos hasta llegar a la plaza por la que anteriormente habíamos pasado, eligiendo uno de los varios restaurantes que en ella había y, sentándonos en la terraza, pedir algo que llevar al buche… quizá la comida no fuese mejor que la de aquel apartado y triste restaurante de carretera, pero si las vistas y el ambiente que emanaba aquel entorno.

La tarde la convertimos en una sesión de ocio fluvial… aprovechando que el hotel estaba junto al río, los “machitos” de la cuadrilla, bañador y pareo en ristre, junto con las féminas colegas, nos acercamos al río y, en unas pozas carentes de peligro que había bajo uno de los tres arcos del centenario puente de piedra, padre e hijo disfrutamos como colegiales. Como si se tratase de una de aquellas excursiones que se hacía al río con los compañeros. La tarde era despejada, el sol calentaba sin quemar invitando al chapuzón. Como estaría la tarde que las “niñas” también se atrevieron con el agua, aunque ésta las mojase solo hasta justo por encima de sus rodillas… además de las siempre seguras salpicaduras provocadas por “la chavalería” con la que compartía Camino y puntualmente tarde de río.

 

Después del bañito, las travesuras, risas y algún amago de tensión por el inmaduro comportamiento, dimos un paseíto, primero por la vereda del río y luego por las encantadoras calles de Villafranca. De regreso al hotel para cenar algo ligerito y buscar la horizontal, no pudimos por menos que meterle mano furtiva a los cerezos que habíamos descubierto justo al río en el paseito de ida… una cerezas que no solo eran lustrosas, estaban además reventonas, carnosas y con el equilibrio justo de acidez y dulzura. Cogimos y nos comimos no más de un par de docenas… tampoco era cuestión de arrasar, pero sí para satisfacer el capricho más que la necesidad peregrina…

Y así dimos por finalizada la tercera jornada de nuestro, cada vez más disfrutado, primer Camino de Santiago.

3ª cumplida! Mañana tendríamos… más senderos y calzadas.¡Buen Camino!