2º Día pedaleando
Rabanal del Camino · Ponferrada (7 de julio 2009)
El día comenzaba más temprano que el anterior.
Tras la rutina diaria de aseo, desayuno y preparativos, partíamos con la fresca, de la hora y la zona; era ya de día, aunque el sol aún no visible. Por mucho que fuese julio, en tierras leonesas, el frescor que siempre acompaña al alba, se hacía notar con intensidad.
Procedíamos según lo planificado la tarde anterior. Empezábamos a pedalear temprano puesto que la etapa sería larga y contaría inicialmente con importantes repechos. Además, gran parte discurriría por caminos, y según había leído, los tramos de calzada que compartiríamos con el tráfico, eran cómodos para los bicigrinos, tenían buen arcén y poca circulación.
Era nuestro segundo día de camino y pronto barruntamos que estábamos ante la primera etapa de verdad. A los pocos minutos de iniciar la marcha tomamos conciencia de que los 20 km del día anterior eran peccata minuta al lado de los más de 32 que teníamos para ese día como objetivo. No llevábamos ni 3 km y hubo que echar pie a tierra para poder avanzar y sobrepasar alguno de los repechos empedrados que teníamos al frente, puestos ahí como a mala leche.
Era temprano, hacia fresquito, pero aparecían las primeras gotas de sudor … ¡y acabábamos de empezar!. Menos mal que el pequeño del reducido pelotón, ya no lo era tanto, y no pregunto (aún) aquello de .-¿falta mucho papá?-. Tras coronar nuestro primer “Alpe d’huez” empedrado, avistábamos un pequeño falso llano e intuíamos que, por la calzada que se veía a pocos cientos de metros, abandonaríamos el infernal pedernal y podríamos nuevamente disfrutar pedaleando.
Antes de dejar el camino, tuvimos que salvar un obstáculo natural en medio del sendero… una enorme vaca pasiega en pie, aparentemente tranquila, clavada sobre el camino, en el lado izquierdo. Una enorme vaca color terracota que no se movía, solo giraba lentamente la cabeza y sacudía la cola acompasadamente a ambos lados… Nos paramos reagrupados a pocos metros “del bicho”. Hubo un momento de duda. Alguien propuso incluso dar la vuelta, desandar el camino y subir directamente todo el trecho por carretera o incluso se sugirió, absurdamente, esperar a que la vaca dejase totalmente libre el paso… finalmente imperó el sentido común, que desde luego no era volver a bajar lo que con sudor ya habíamos subido, sino pasar de uno en uno, guardando cierta distancia entre nosotros y respecto a la pachorra vaca. Únicamente había que pegarse lo más posible al lado derecho… Carlos, el más intrépido, lo hizo en primer lugar, luego pasaríamos el resto en fila y con aliento sostenido en algún caso… el último en pasar, como premio, recibió un coletazo a modo de animoso latigazo… o eso dijo ella porque los demás no alcanzamos a verlo… jejejeje.
Por fin, tras haber “lidiado” y salvado el obstáculo, llegábamos a la carretera y empezábamos a rodar por el arcén derecho, uno tras otro. Se agradecía la uniformidad del piso, no así la moderada pero constante subida. Pronto vislumbramos, sobre el alto del cercano monte, su espigada figura, era La Cruz de Fierro, referencia visual desde tiempo atrás para los peregrinos.
La carretera nos condujo hasta allí, y tras dejar las bicis apoyadas sobre un vallado, nos dirigimos hacia la base y cumplimos con la tradición, dejando cada uno una piedra y nota manuscrita portando un mensaje, pensamiento o deseo, junto al mástil de madera que sujeta la cruz. Además, pedimos a un peregrino por favor nos hiciese una foto. Sobre el montículo de piedras dejadas por anteriores peregrinos, bajo la cruz, con las manos entrelazadas y brazos levantadas celebrando haber llegado hasta allí y sintiéndonos ya peregrinos en el Camino de Santiago, se inmortalizo el jubiloso momento.
Gozosos, con ese recién estrenado sentimiento de peregrino en primera persona, emprendimos la marcha con un pedaleo alegre, a buen ritmo. En principio por carretera para poco más adelante tomar un camino llevadero, llano o levemente ascendente, que no precisaba de gran esfuerzo. Tres o cuatro kilómetros después comenzaba una fuerte bajada que no requería pedalear, solo había que poner atención al sendero y fuerza en manos y brazos que controlasen el manillar, así como frenar de vez en cuando por eso de evitar riesgos. Para el benjamín aquello era como “un parque de atracciones”. Bajaba despendolado y se permitía frenar derrapando cada dos por tres ¡súper divertido para él!. No tanto para Marian y para mí que inevitablemente pensábamos que mejor sería no tentar a la suerte y prevenir un percance… pero ya se sabe, los chavales no tienen ese sentido del riesgo, que habitualmente se gana con la edad… Por suerte nada ocurrió y en el siguiente reagrupamiento, pedimos al descerebrado que fuese prudente y pensase lo que podría suponer, allí, un accidente por hacer el “cabra”… dio sus frutos y en adelante se moderó, aunque seguía disfrutando de ser el rapidillo en las bajadas.
Cuando nos quisimos dar cuenta estábamos en Molinaseca , poco más de 7 km y estaríamos ya en Ponferrada. Habíamos hecho ya 25 km. En la bajada habíamos atravesado El Acebo y Riesgo de Ambros, dos pequeños pueblines, aldeas, sin apenas vida, pero si mucho encanto, solera, costumbres ancestrales y pocas nuevas necesidades creadas en esta nueva era… aldeas de esas que me imagino sobreviviendo sin estragos en situaciones de aislamiento por la nieve, con las mismas o parecidas dificultades que en la nevada de años anteriores…
¡Molinaseca nos maravilló! La estampa a la llegada al pueblo era sencillamente preciosa. Un puente romano en primer plano, sobre un rio cristalino con una empedrada playita artificial a la derecha del puente; en segundo plano, sobre el puente, una preciosa iglesia con su estilizada torre en piedra. Pasado el puente, a la derecha, cubriendo en retaguardia la empedrada playa, un mesón de esos que te llaman a voces y no puedes por menos que parar para ver que se le ofrece…
Mientras disfrutábamos al solecito del tentempié que buenamente nos habían servido en la terracita, me fui despojando de las zapatillas de deporte, mallot y culote, para en un tris, en un visto y no visto, con ayuda de mi fiel escudero, pareo ibicenco, verme en bañador para probar las sugerentes aguas… .-¡copón, como está el agua! -. Dije nada más meter un pie. Agua fría que cortaba. Pero no fue impedimento para que me zambullera e inmediatamente sacase la cabeza y el resto del cuerpo del agua buscando sol y pareo… era comprensible que la gente no rompiese la estampa, ni el discurrir del rio, más que metiendo tímidamente los pies, pero claro, yo que veo agua y digo allá voy… pues no pude por menos que lanzarme al agua y, eso sí, rejuvenecer unos meses con la experiencia…
Una vez seco y recuperadas las composturas, recogíamos bártulos y poníamos rumbo a nuestro cercano destino. Entre medias nos quedaría atravesar Campo, un pequeño pueblo, para enseguida dar con la impersonal, fría y fea entrada que por norma general tienen las grandes poblaciones… y Ponferrada no era una excepción.
Una vez dentro, enseguida dimos con el imponente Castillo de Ponferrada y tras callejear un rato y pedir indicaciones pudimos dar con el lugar reservado para pasar la noche, Casa San Miguel. Un bar de comidas que alquilaba habitaciones… poco más que añadir, está todo dicho. Hay cosas que son mejor no recordar… y esta es una de ellas.
Bicicletas por aquí y nosotros por allá. El protocolo habitual de alforjas y demás, ducha y a comer algo para luego ir a visitar el Castillo y hacer una compra pendiente… había que hacerse con una llave fija para la rueda delantera de la bici de Alicia, por si acaso y dos spray arregla pinchazos, que nunca vienen mal.
La etapa de aquel día pasaba a la historia, ¡ya llevábamos DOS!, en esta habíamos sudado por primera vez pedaleando o empujando la bici y nos habíamos sentido peregrinos a pies de la Cruz de Fierro, desde ese momento todo había sido más llevadero, quizá porque era bajada, quizá porque lo hacíamos poseídos por ese espíritu adquirido sobre la montaña de piedras dejadas por anteriores peregrinos.
2ª hecha!… Y mañana, a por más… ¡Buen Camino!