7ª Jornada’09 (Continuación)
Hoy, en esta fría tarde del primer fin de semana de febrero, vuelvo al camino. Aprovechando la calidez de la chimenea en la casa de Albares, y la compañía de una copa de tinto Ribera, aparentemente por nada en particular, quizá solo como autodefensa a cosas y situaciones que me superan, vuelvo al camino, a mi Camino…
No lo hago plenamente, pero si mentalmente! Lo hago retomando el propósito inicial, origen de este blog, el de plasmar, dejar escrito, aquel primer Camino de 2009 (este verano hará 10 años) y que quedó suspendido, pausado, en septiembre de 2018, con la intención de un día retomarlo y completar las etapas restantes hasta llegar como peregrinos, bicigrinos para ser exactos, por primera vez a Santiago de Compostela.
Lo había dejado en la 6ª jornada, en aquella llegada a Barbadelo, donde con sufrimiento y casi desesperación, por fin encontramos, al final de aquel sendero sembrado de mierdas de vaca, que tanto nos costó encontrar, hayamos el paradisiaco vergel donde disfrutamos de una maravillosa acogida, unas suculentas viandas, extraordinaria tarde rural y sosegado paseo campestre…
Aquella noche descansamos en la casita de piedra condicionada para los cuatro. Tanto Alicia y Carlos, como Marian y yo, dormimos a pierna suelta y recuperamos energía para afrontar la previsiblemente sencilla jornada que nos llevaría a Portomarin, población a la que distaban escasamente 20 km. Tras los menesteres de rigor, aseo, alforjas y desayuno… emprendíamos camino a una hora no muy temprana, diciendo un “hasta otra” a aquella humilde pero acogedora y encantadora cabaña empedrada y deshacíamos el sendero hasta dar con el camino “enmerdado”, camino que los llevaría a la carretera comarcal por la que la tarde anterior habíamos rodado dubitativos e incredulos buscando el escondido alojamiento.
Aquella asfaltada pista vecinal nos llevaría hasta una carretera nacional que apenas abandonaríamos hasta llegar a destino. El perfil fue irregular, con subidas y bajadas, pero muy llevadero para unas piernas cada vez más formadas para el pedaleo y unas posaderas también hechas al sillín. Tan solo algunas paraditas para hacer fotos y echar algún cigarrillo (la que entonces fumaba) y tras pasar algunas poblaciones, enfilaríamos una importante bajada que nos llevaría a cruzar el puente sobre el río Miño, y allí darnos de bruces con la escalinata que conduce al reconstruido arco del viejo puente romano –medieval, escalinata que una vez superada conduce al centro de Portomarín.
Nosotros, simplemente nos hicimos unas fotitos en la escalinata, y volvimos a bajarlas para, pedaleando, dirigimos al lugar seleccionado para pasar aquella noche, el camping Santa Mariña, a poco más de un kilómetro del centro del pueblo, junto al rio.
Nos instalamos en una sencilla cabaña de madera, limpia, con dos habitaciones, un minúsculo baño (con lo justo y necesario), un pequeño porche con una mesita y cuatro sillas, pero con un inmenso jardín que lindaba con la orilla del Miño y con unas vistas que harían las delicias de cualquier aficionado con el don de la pintura.
Tras deshacer alforjas, quitarnos la ropa de pedaleo, darnos una duchita y ataviarnos con lo que nosotros llamábamos ”ropa de calle”, deshacíamos camino, andando, para llegar al centro del pueblo y picar algo. Optamos por unas raciones en uno de los muchos bares que hay en los soportales de la calle que conduce a la Iglesia de San Juan, una construcción curiosa, distinta y digna de admirar.
Después, para bajar la comida, nos dimos un paseíto por el pueblo, hicimos algunas compras, algo de fiambre y unas latas para cenar en el camping, algún detallito, típico recuerdo del Camino, hicimos algunas fotos y regresamos a la cabaña para disfrutar de la tarde en “el jardín”.
Carlos y yo bajamos hasta la orilla del río, mientras Marian se quedaba en el porche leyendo y Alicia escribiendo algunas postales compradas hacia un rato en el pueblo para enviarlas al día siguiente, aunque quizá llegasen a destino después que nosotros a Madrid. Carlos disfruto como lo que era, un enano. Estuvo toda la tarde intentando pescar. Improvisamos una cutre-caña con trozo de sedal y unos anzuelos roñosos, encontrados en la orilla, acoplados a un trozo de rama raquítico. Obviamente pescar no pescó nada, pero se entretuvo toda la tarde en la orilla, lanzando al agua los andrajosos anzuelos de los que colgaba un trozo de miga de pan o cualquier bicho que encontraba… yo disfruté compartiendo aquella tarde con él y haciendo algunas fotos que ahora veo y, casi diez años después, me hacen trasladarme a aquel momento con una mezcla de cierta ternura, nostalgia y orgullo…
Cuando caía la tarde abandonamos la infructuosa intención de llevar la pesca para la cena y optamos por montar ésta en uno de los bancos de camping con las latas y fiambre comprados en el pueblo. Nos recreamos contemplando el paraje mientras cenábamos y veíamos como aquel colorido entorno, en el que predominaban los vivos amarillos, verdes y azules, iba tornando en azules más duros y distintas tonalidades de oscuros grises… Con la noche prácticamente encima y la mesa recogida, nos refugiábamos en la cálida cabaña de madera para pasar la noche y descansar, que al día siguiente nos esperaba una nueva jornada… la octava concretamente…