El camino · Miguel Delibes

El camino, de Miguel Delibes, cayó en mis manos, por casualidad, en el momento preciso. “Las cosas podían haber sucedido de cualquier otra manera y, sin embargo, sucedieron así.

Era una mañana de domingo, concretamente del 22 de marzo, segundo domingo de confinamiento y segundo domingo en estado de orfandad perpetua.

La sensación de vacío que me acompañó desde el mismo momento que me despedí de ella, el miércoles 11 a media tarde, junto a mi hija, dejándola consciente y sonriente en la cama número uno de la habitación 542, esa sensación de vacío y cierta angustia, no me paralizo ni arrebato en ningún momento mi habitual actividad, hiperactividad para algunos, de ahí que, desde la tarde del sábado 14, apenas día y medio después de su marcha oficial, empezase a sacar, poco a poco, sus cosas personales, sus papeles, sus fotos, recuerdos, ropa y alhajas; quería organizar, seleccionar que guardar, que entregar de recuerdo, que dar, que tirar y, con todo ello, remover sentimientos y azuzar aún más los recuerdos… reprochándome, inevitablemente, al hacer memoria, por las veces que la regañé insistiéndole en que se cuidase, que dejase de fumar, que se moviese más, que saliera a pasear, o en los últimos tiempos pidiéndole seriamente que no hiciese las cosas, que bastante había hecho ya durante tantos años, que era momento de que se dejase hacer… pero eso a ella le frustraba, apenaba enormemente y ponía hasta de mala leche… normal! Ella que siempre se había valido por sí misma y había hecho y desecho lo suyo y lo de los demás, verse ahora “inservible”, considerada a sus ojos como “incapaz” por su hijo, su nieto y su nuera… la amargaba, entristecía y alguna vez hasta la agriaba ese carácter inocuo que siempre tuvo… como me pesan, compungen y amargan ahora esos recuerdos…

Hacía reseña antes a su marcha oficial refiriéndose al día y la hora indicada en su certificado de defunción, ya que para mí, su marcha, fue en otro momento… ella se fue al tiempo que me distanciaba de ella avanzando por el pasillo de la quinta planta, cogido de la mano de mi hija, dejándola atrás sabiendo que nunca más volvería a verla ni a escuchar su voz… me alejaba sabiendo que era para siempre y que ya solo me quedarían poco más de cincuenta años de recuerdos a su lado y aquel último instante de escasos cinco minutos… su cara, su mirada, su última sonrisa y sus palabras tras la mascarilla de oxígeno, y este imborrable recuerdo del tacto de su mano derecha a través del doble guante de látex… ese sería, es y será siempre el último recuerdo reciente, para mí, de mi madre. Bendito aquel imborrable e inolvidable momento de nuestra despedida. A Alicia y a mí nos acompañará ese momento, como privilegiados, el resto de nuestra vida. Para ella, mi madre, por lo que pude saber a través de su doctora de planta, la adorable doctora Ana Culebras, aquel momento también fue de sus últimos recuerdos vividos con consciencia. Aquella misma tarde/noche su función renal recayó aún más y le produjo una especie de sedación natural de la que no volvió y que, por suerte,  atenúo el posible sufrimiento en sus últimas horas… El último momento compartido con ella fue realmente un encuentro contra pronóstico, algo que siempre tendré que agradecer a la doctora Culebras.

Conocí a la Doctora el miércoles 11. Me habían citado a las 14:00 en el hall junto a los familiares de los enfermos positivos en coronavirus y aislados en las plantas quinta y sexta del Hospital Universitario Príncipe de Asturias de Alcalá. Llegue unos quince minutos antes. Aparque la moto frente a la rampa de subida a la entrada principal. El ambiente en el recinto del hospital era igual de “incomodo” y extraño que el que se empezaba a percibir por las calles, en los supermercados, en el barrio y hasta en el portal de casa, solo que allí, el rictus de los rostros transmitía mayor ansiedad, confusión, miedo y desamparo. Antes de adentrarme por la puerta giratoria me subí la braga que llevaba al cuello. Me había quitado el casco cuando me baje de la moto, no así la braga. No tenía mascarilla, si guantes de látex. Sabia del riesgo que conllevaba moverme por el hospital, riesgo de contagiar al resto si, como presentía, era positivo, y riesgo de seguir recibiendo nuevas “dosis” del bicho, de ahí que a modo de bandolero asalta caminos, entre en el hospital a esperar que me llegase el turno de ser informado. Por el volumen de gente que había ya en la entrada y los que iban llegando, sabía que había que armarse de paciencia y calmarse. Por mucho que necesitase la información, saber cómo estaba mi madre, no tenía información desde que había hablado con la doctora de urgencias el día anterior a las 14:05, no iba a haber manera de obtenerla hasta que llegase el momento. Contaba ya con la experiencia vivida la mañana anterior.

El martes había subido a las 08:30 en busca también de información, ya que cuando entro en urgencias a última hora de la tarde del lunes, y por suerte, solo una hora después me informaron que se quedaba allí por padecer todas sus dolencias crónicas (coronarias, respiratorias, renales…) y tener, además, todos los síntomas de ser portadora del coronavirus. Me dijeron que le iban a hacer la prueba y solo al día siguiente me volverían a informar, en principio entre las 09:00 y las 10:00. Aquel martes por la mañana, a las puertas de urgencias ya se percibía la magnitud que aquello estaba cogiendo, e hice el primer ejercicio de autocontrol y mentalización para sobrellevar de la mejor manera posible el tiempo que me restase hasta poder tener información de cómo estaba mi madre. Durante aquellas más de cinco horas esperando, tuve tiempo de comprobar en otros familiares, en mi misma situación, su desesperación y, en algunos casos, su pérdida de control, ante la falta de información y la angustia que esto les provocaba. Yo me limité a intentar comprender la situación que casi con total seguridad se estaba viviendo de puertas a dentro en la zona de urgencias. Era evidente que aquello estaba empezando a desbordar a los profesionales. Por mucho que los familiares necesitásemos la información, ellos debían priorizar y su cometido principal era estar asistiendo a nuestros seres queridos, la preferencia era la asistencia y vigilancia de las constantes vitales de mi madre y del resto de pacientes, no satisfacer mi/nuestra ansiada necesidad de información.

Aquello mismo lo extrapolé el miércoles a primera hora de la tarde, mientras esperaba a que llegase, no la hora de la información sino, el momento y mi turno. Eso sucedió a las 16:15. La Doctora me puso en situación. Dentro de la gravedad y lo complicado que estaba, parecía que el tratamiento que ya estaba recibiendo (contra el VIH y contra la Malaria) estaba empezando a funcionar. Por la mañana había tenido algún problema respiratorio importante, pero el tratamiento de choque funcionó y se repuso. Ahora la mayor preocupación para la doctora era recuperar la función renal, parecía que estaba empezando a responder, pero aún era pronto. Me transmitió esperanza moderada, ya que mi madre había respondido muy positivamente a los antivirales, pero había que ir día a día, todavía no conocían muy bien como reaccionaba el virus, pero sabía que había casos en los que en principio el tratamiento funcionaba muy bien, pero a los dos o tres días, todo giraba y lo que se había conseguido remontar en 48 o 72 horas, se venía desmoronaba en pocas horas y la situación de gravedad se acentuaba desproporcionadamente y hacía irreversible.  Le agradecí la información, su sinceridad y claridad al explicarme cual era la situación y antes de despedirme hasta nuestro encuentro del día siguiente, aproveche para pedirle un grandísimo favor personal, mío y de toda la familia, le pedí que nos hiciese el favor hacerle llegar a mi madre un mensaje escrito que llevaba. La idea partió de Carlos, mi hijo, el compartía de manera especial la angustia de saberla allí sola, aislada, sin saber nada de nosotros, y me propuso la escribiésemos una breve nota con un mensaje claro y conciso, transmitiéndola el cariño de todos y nuestro aliento para que fuese fuerte como siempre lo había sido y no tirase la toalla… le entregue la nota a la doctora al tiempo que le pedía se la hiciese llegar a través de algún auxiliar, enfermero o quien creyese conveniente, pero que tendrían que completar el favor leyéndoselo, ya que ella no veía ni con gafas, además de que no las tenía en el hospital. Ana, la doctora Culebras, mientras me miraba (con ternura) a los ojos y recogía el folio doblado, me decía que lo haría ella personalmente. Los ojos se me encharcaron y la voz se me rompió, casi haciendo ininteligible mi agradecimiento más sincero, por el favor y por estar haciendo todo lo posible por salvar a mi madre (al igual que a tantos pacientes que allí tenía) de aquel abismo. Me despedí de la doctora hasta el día siguiente, en el mismo sitio y a la misma hora.

 

 

Dejaba atrás aquel infecto “barco” salvavidas… ¡Qué gran contrasentido! era el mejor sitio donde podían estar los enfermos, al tiempo que provocaba un gran temor por insalubre y tóxico. Ya en la calle, con la braga bajada, daba una bocanada de aire, tragaba saliva y grababa un audio de voz para informar primeramente a Marian, Alicia y Carlos, y posteriormente compartirlo a través de una lista de difusión con todos los que estaban pendientes de saber como evolucionaba el estado de mi madre. Acto seguido cogía la moto y me dirigía directamente a casa, para primero ducharme y luego comer algo. Estaba en la cocina, Marian me acompañaba, mientras sin mucha gana pero de manera mecánica iba cogiendo cuchara tras cuchara para dar fin a unas verdinas con verdura que había hecho el fin de semana anterior. No llevaría ni seis cucharadas cuando sonó el móvil. Me levante a ver quien era por si lo cogía o devolvía la llamada después de comer. Era un número largo. Lo cogí pensando que era del trabajo. Era la Doctora Culebras. Me llamaba para informarme de que lo que me había avanzado podía pasar en dos o tres días, de manera inexplicable se había desencadenado en apenas veinte minutos, lo que había tardado en informar a otro familiar después de despedirme a mí y, cuando entro en la habitación dispuesta a leerle nuestro mensaje, se había encontrado con que mi madre estaba entrando en crisis respiratoria severa, me llamaba para informarme de que habían conseguido estabilizarla, pero la situación era critica e irreversible, el desenlace podía ser inminente. Por lo que si quería, de manera excepcional, podía subir y entrar a verla. Llamamos a Alicia, mi hija, para ponerle al corriente de las nuevas noticias. La dije que iba a subir a verla, a despedirme. Ella quiso e insistió en acompañarme.

Nos encontramos en la puerta del Hospital, los dos con guantes sin mascarillas. Yo con otra braga, ella ocultando mínimamente la barbilla y la boca bajo la sudadera. Entramos y nos dirigimos a la quinta planta. Allí, a las puertas del pasillo donde se encontraba la habitación en la que estaba mi madre, esperamos primero a que hubiese movimiento y saliese o se dispusiese a entrar personal médico o auxiliar para que avisasen a la doctora de que ya estábamos allí. No tardo en aparecer una enfermera con la que hablamos y pedimos avisara. En el mismo sitio donde hacía menos de dos horas me había informado, y lanzado un rayo mínimo de esperanza la doctora, ahora esperábamos mi hija y yo, a cierta distancia, la máxima que nos permitía al tiempo estar cogidos de las manos enfundadas en látex. No tardo en aparecer la doctora para decirme lo que ya me había dicho por teléfono, asegurándome que en dieciséis años de profesión nunca antes había sido testigo de un giro tan inmediato e inesperado ante una respuesta inicialmente positiva a un tratamiento. Nos dijo que habían conseguido estabilizarla y que en ese momento estaba estable, consciente y tranquila. Que esperásemos un momento a que el personal de planta saliera a buscarnos con el material preventivo de seguridad necesario para poder acceder a la zona de aislamiento. Antes de retirarse le pregunte si había podido leerle la nota. Me dijo que sí. Note que era cierto en su respuesta y su mirada. Aquello era ya algo reconfortante. Saber que había recibido el mensaje de cariño de todos… de sus hermanos, sus cuñados, sobrinos, amigos, de Marian, de Carlos, Alicia, los bisnietos y mío… aquel simple hecho era algo muy importante para todos! Ella sabía que estábamos bien y la mandábamos todo nuestro cariño.

Enseguida salió una auxiliar a buscarnos con todo “el equipo”. Nos pidió le acompañásemos por aquel pasillo con habitaciones a ambos lados, todas con la puerta cerrada y cada una con un carro con material sanitario y un pequeño contenedor de residuos infectos a cada lado. Pasamos el control de enfermería, ubicado a la mitad de aquel pasillo y por fin llegamos a la altura de la habitación. Allí, frente a la puerta, nos explicó detenidamente como deberíamos uniformarnos antes de entrar. Primero deberíamos ponernos la bata de gasa verde. Nos ayudó ella misma, primero a Alicia, luego a mí, a ponérnoslas y anudarnos la cinta a la cintura. Luego nos enseñó como ponernos el “delantal” plástico sobre la bata de gasa. Posteriormente nos pusimos otro par de guantes de latex sobre los que ya llevábamos, y finalmente la mascarilla. Antes de entrar nos dijo como deberíamos proceder para quitarnos todo aquello de la manera más segura posible, poniendo especial atención a que nada nos tocase la piel cuando nos lo retirábamos del cuerpo y acto seguido lo depositásemos en el interior del contenedor de residuos que había junto a la puerta. Por fin nos abrió la puerta y pudimos entrar, la saludamos de la manera más efusiva que la situación nos permitía…

  • Hola mamá! ¿Cómo estás?
  • Hola hijo! Mira, aquí estoy. Muuuuy cansaaaada (costaba entenderla, por su tono de voz y por estar tras la mascarilla)
  • Mira, he venido con Alicia!
  • Hola Abuelita! Por fin nos han dejado venir a verte.
  • Mamá, no podemos estar mucho tiempo, pero queríamos verte y que nos vieras. Mañana si me dejan, vendré seguramente con Carlos a verte.

Y así entablamos una pequeña conversación, cada uno a un lado de la cama, Alicia a su izquierda cogiéndole su mano con una y acariciándole el antebrazo con la otra. Yo a su derecha la cogía su casi inerte mano derecha, mientras le preguntaba si le habían leído la nota que le habíamos dado a la doctora de parte de todos, sus hermanas, cuñados, sobrinos y de Marian y Carlos, además de nuestra y de los peques. La dijimos que, como otras veces, la gente quería venir a verla, pero que mientras estuviese en aquella planta, incomunicada, no iba a ser posible, que vendría a verla cuando la cambiasen de planta, pero para eso aún faltaban al menos dos o tres semanas, que ahora lo que tenia que hacer era seguir cuidándose con el tratamiento, y luchando como había hecho siempre. Ella dijo:

  • A ver qué voy a hacer, no me queda otra, cuando viene derecho, es lo que hay!
  • Y así es mamá. Piensa que estas en el mejor sitio que puedes estar.
  • Abuelita, si además a ti ya te conocen aquí todas los médicos y enfermeras, no será por las veces que has venido ya!

Aprovechamos para decirle alguna bromilla, “anda que ahora, mientras estés aquí, te vas a librar de tener que salir todas las mañana a pasear con Mari Carmen, que por cierto, te manda un beso muy fuerte también”.

  • Ay, Mari Carmen, que buena es, lleva toda la vida con nosotros en casa!.

En ese momento percibí algo raro en ella, en su forma de acabar de decirlo y en su mirada. Acto seguido, mirándome, dijo:

  • ¿Y tú? ¿Quién eres?
  • Soy yo mamá, tu hijo! Lo que pasa es que estoy debajo de esta mascarilla y ni se me ve.

Alicia y yo nos miramos, entendimos que no tenía mucho sentido seguir allí, estaba todo dicho, habíamos hablado con ella mientras tocábamos su mano, le habíamos pedido que siguiese luchando, que todos vendrían a verla en dos o tres semanas, que quizá al día siguiente volvería yo, en esa ocasión con Carlos, su otro nieto. Seguir allí era asumir un riesgo que no debíamos, ni por nosotros ni por los que nos esperaban fuera, además de que no queríamos entorpecer a los profesionales, que eran los que de verdad podían hacer algo para obrar ese milagro en el que yo ya no confiaba pudiese llegar. Cuando nos disponíamos a salir de la habitación, abría la puerta Ana, la doctora Culebras, nos decía que habíamos tenido suerte, en ese momento estaba muy estable y despierta, que no tuviésemos prisa, que sabía que había un protocolo, pero ella entendía que en la situación en la que se encontraba mi madre y nosotros, podía y debía ser flexible en aquel momento con el protocolo… se lo agradecimos enormemente pero le dijimos que nos íbamos a despedir y que nos iríamos. Volvimos a los pies de la cama, la cogimos nuevamente cada uno la mano que hacia un momento habíamos soltado y la dijimos:

  • Bueno Mamá, cuídate mucho.
  • Abuelita, ¿te tratan bien las enfermeras y la doctora?
  • Muy bien, hija! Son majísimas, muy simpáticas y agradables.
  • Es que tu eres muy buena paciente, Abuelita, por eso te tratan tan bien.
  • Bueno Mamá, mañana nos vemos! Mañana vengo con Carlos.
  • Abuelita. Un besito de los niños! Que te queremos! Ponte buena! Vale?
  • Adiós Mamá! Te quiero!

Y así tocándole las piernas a través de la sabana, a los pies de la cama, y mirándola a la cara, a los ojos, me despedía de ella para siempre.

Nos quitamos, con el mayor de los cuidados, todos los bártulos de seguridad, según nos habían indicado, los depositamos en el contenedor de residuos y cogidos de la mano, aun con los guantes de látex que traíamos puestos de casa, no así los que habíamos usado encima para estar con ella, empezamos a desandar el pasillo, en busca de la puerta de salida dejando atrás aquel que sería, sin duda, el lecho de muerte de mi madre. Bajamos a la calle casi en silencio, sin soltarnos la mano, creo recordar que no cruzaos la mirada nada más que una vez dentro del ascensor. Ya en la calle, saque el móvil y grabamos entre ambos un pequeño audio para Marian y Carlos. Después nos despedimos, sin abrazo, sin beso, solo con un profundo y sentido apretón de manos y cada uno se dirigió hasta a su coche para volver a su casa, cada uno a la suya.

Lo primero que hice, después de echar toda la ropa otra vez a lavar, fue ir nuevamente directo a la ducha. Después de hablar un momento, a cierta distancia, con Marian y Carlos, y recibir en pocas palabras su cariño más sincero desde el propio dolor que ellos mismos sentían, me encerré en la habitación para grabar un nuevo audio informando de la dramática nueva situación. Era la misma lista de difusión a la que hacía poco más de tres horas había puesto al corriente de la evolución moderadamente positiva. Les trasladaba que el giro que previsiblemente podía haberse dado en dos o tres días, se había dado en menos de media hora, después de haberles enviado el anterior audio. Les informaba ahora de que Alicia y yo habíamos estado despidiéndonos de mi madre y que había que estar preparados, estaba muy malita y las opciones eran mínimas por no decir nulas.

El jueves 12, nuevamente a primera hora de la tarde, subí al hospital para que la doctora me informase de su estado. Aquel día todo fue rodado. Por suerte aquella mañana pude hacerme con unas mascarillas en un almacén asiático que todavía estaba abierto, por lo que pude dejar la braga de bandolero en la moto y entrar mejor protegido, provisto de una mascarilla y los guantes de látex. Decía que todo fue rodado porque, por suerte, fui el tercero en ser informado y a las 15:05 ya estaba en la calle grabando el audio e informar al resto. La doctora me dijo que la situación era muy, muy complicada, pero que ella no iba a tirar la toalla, seguía administrándole el tratamiento (retrovirales contra el VIH y Malaria), pero que mi madre estaba muy malita. Lo único positivo, por hallar algo favorable, era que desde última hora del día anterior, mi madre se encontraba en una especie de estado de sedación natural como consecuencia de una complicación de su función renal. Vamos que no habría necesidad de sedación médica para evitar el posible sufrimiento que pudiese padecer por su agonía respiratoria. Aquella información fue para mí la tabla, el tronco, el salvavidas al que aferrarme y no hundirme, no ahogarme yo también. Sabía que se iba, lo sabía a ciencia cierta desde la tarde anterior, pero saber que no iba a sufrir por el dolor ni por estar y sentirse sola, era mi mayor paz. Solo había que esperar que su organismo dijese basta ya y parase por completo. Aquella noche del jueves, cuando me iba a la cama, consciente de que al día siguiente era viernes 13, intuí, imagino que como muchos que la conocíamos bien, intuimos que aquel iba a ser el día.

Me acosté y, supongo que por el agotamiento psicológico acumulado en los últimos días, no tarde mucho en coger el sueño profundo, además me había tomado un paracetamol a media tarde, tenía unas décimas de fiebre y me dolía todo el cuerpo, más seguramente por el propio cansancio que por el bicho. El caso es que en la profundidad del sueño me pareció oír a Carlos hablar calladamente con monosílabos, “si”, “vale”, “si, si”, “gracias”. Me incorporé como un resorte de la cama. Efectivamente no lo había soñado, Carlos estaba en la puerta de la habitación, con el teléfono fijo en la mano.

  • ¿Qué pasa hijo?
  • Nada! Tranquilos. Que la abuelita ya se ha ido.

Era la 01:25, puse los pies en el suelo y levanté enérgicamente, aunque aún aturdido. Un fuerte escalofrío me recorrió todo el cuerpo obligándome a meterme nuevamente en la cama y arroparme hasta arriba mientras le pedía a Carlos que me trajese el termómetro ya que, por el frío y escalofrío que había sentido, me daba la impresión de que tenía fiebre. Marian mientras, ya en pie, interrogaba a Carlos sobre la conversación telefónica que había tenido con el hospital y si le habían dicho lo que teníamos que hacer, que si se había enterado bien. Carlos le repetía que sí, que estuviésemos tranquilos, que no había ya ninguna prisa. Que me tomase la temperatura y luego ya habría tiempo de subir y hacer lo que hubiese que hacer, que la abuelita ya estaba en paz, descansando y que eso era lo principal, ya no sufría, ya estaba con la Ayi (la madre de Marian) y con sus hermanos, hermanas, sus padres, que por favor nos calmásemos y luego ya haríamos lo que hubiese que hacer.

El termómetro marcó 37,8º. Me trajeron y tomé un paracetamol. Al tiempo que empezábamos a ordenar las ideas. Carlos mandaba un mensaje informando a Alicia. Marian dijo que subiría conmigo al hospital para hacer los tramites pertinentes. Creímos y convenimos que era mejor hacerlo cuanto antes con el menor trasiego de gente por el hospital. Después de ducharnos, vestirnos y hablar con Alicia, nos parapetábamos cada uno con su mascarilla y su par de guantes, más otro par de reserva cada uno, por si acaso, dejábamos a Carlos en casa, a solas con su amargo trago, y cogíamos el coche para subir al hospital y proceder con los trámites. A las 03:15 estamos ya de vuelta en casa. Con el Certificado de defunción y esperando a que llegase la persona de decesos de la compañía del seguro que tantos años (más de cincuenta) había estado pagando mi madre. Mientras esperábamos que llegase aproveche para informar a mis tías, Marisa y Rosario, faltaban cinco minutos para las cuatro, no eran horas, pero sabía que ellas estaban muy pendientes y aunque fuese tan mala noticia, sinceramente lo agradecerían. Fue un mensaje de voz compartido para ambas y la foto del certificado de defunción. Enseguida llego el hombre del seguro, también pertrechado con sus guantes y mascarilla, apurado por ello (aún les faltaba costumbre, hoy, por desgracias ya les sobra), nosotros, Marian y yo de la misma guisa, escondidos tras la mascarilla y con los guantes enfundados, fuimos leyendo, cumplimentando, revisando y firmando la ingente cantidad de papeles. La tarea nos llevó cerca de cuarenta y cinco minutos. Antes de volver a la cama pasadas las cinco de la mañana aun hubo tiempo para recibir una última llamada, era de la funeraria para informarme, después del protocolario pésame, que la cremación sería a las 05:30 del sábado día 14, obviamente sin misa, responso, ni presencia de nadie.

El viernes, tanto la mañana como la tarde, lo dedique a ir informando y respondiendo a la mayoría de llamadas y mensajes que me llegaban con sinceras muestras de cariño, hacia ella y hacia mi y mi mujer e hijos. Reconozco que a las nueve y media, mientras recogíamos un poco la cocina después de haber picado algo a modo de cena, tenía la sensación de que podía caer desplomado en cualquier traspiés o tambaleo, me sentía tremendamente agotado. Me fui a la cama poco antes de las diez y debí caer completamente rendido, durmiendo por fin de un tirón hasta casi el alba. Me desperté con la sensación de paz que me acompañaba en las últimas horas, pero además descansado. Inexplicablemente me sentía lleno de energía y vitalidad, aunque una especie de eco en el alma me anclaba a la amarga realidad de que no volvería a disfrutar de mi madre nada más que en los recuerdos.

Durante el primer fin de semana y la primera semana laboral de teletrabajo confinados, dediqué la mayoría de las tardes a reorganizar sus cajones y armario, a día de hoy solo me faltan su ropa en perchas… considero que es mejor dejarlo para cuando recuperemos la ansiada normalidad y pueda llevar a un centro benéfico las prendas reutilizables. En ese afán de reorganizar y hacer limpieza de “trastos”, no solo de mi madre, además de ocupar el tiempo en cosas que hacer, aquella mañana del segundo domingo de encierro, domingo 22, tras haber sacado ya a Coco, como todos los días antes de las siete y media de la mañana, después de tomar un café con un poco de leche y el ritual que, desde la mañana del martes 10, con mi madre ya en el hospital, vengo haciendo cada mañana a la hora del desayuno, acompañando el café bebido con dos galletas María dorada (a ella le ponía 6 cada mañana en un platito junto al vaso y la cucharilla), un rosegón (tres le dejaba a ella diariamente) y un orejón (tres también le ponía junto a las galletas y rosegones cada mañana)… con ese primer avituallamiento y particular homenaje de primera hora, con Marian y Carlos aún en la cama, salí a la terraza el salón para disfrutar de las primeras horas del domingo, aún en excesiva calma, incluso en el cada vez más raro pero habitual comportamiento de confinamiento del vecindario. Curiosamente el día, que se había anunciado como desapacible, a primera hora era muy agradable, el cielo despejado permitía que, ya a aquellas horas, los primeros rayos de sol, haciendo requiebros entre los edificios de enfrente, alcanzasen algunos rincones de la terraza. El ambiente que había en ese momento en la terraza, la sensación humedad, temperatura, incluso la luz y el silencio de inactividad me cautivo y decidí sacarme un sillón allí para sentarme y disfrutar, solo, haciendo nada, únicamente gozar de ese momento. Pero como soy un culo de mal asiento, reparé en que había una caja allí en la terraza que llevaba tiempo diciendo que había que vaciar y tirar. Estaba llena de libros de la época de Alicia de estudiante. Libros desde la época del colegio, pasando por el bachillerato y la carrera de fisio. Abrí la caja que llevaba en la terraza más de un año, igual más de dos, y empecé a sacar libros de todo tipo, cogí una bolsa de las de Mercadona para meter unos cuantos y bajarlos al contenedor de papel. De repente uno de los libros me llamó especialmente la atención, no por nada en particular, su tamaño era pequeño, de encuadernación sencilla, tapa blanda, un aspecto “humilde”… pero su título no podía pasarme desapercibido… El Camino, de Miguel Delibes.

Yo, apasionado del Camino de Santiago, enseguida di por hecho, por la sencilla ilustración de la portada (me recordó a algún rincón de los campos de Castilla), que era un libro que podría resultarme interesante. Lo dejé sobre el sillón que había sacado y seguí sacando algún libro más hasta tener un volumen suficiente para que no pesase en exceso la bolsa. Cerré nuevamente la caja y cogí la bolsa, volvía a entrar en casa, me puse la chaqueta los guantes y la mascarilla y baje a dejar los libros en el contenedor de papel. Volvía a casa, ahora sí, con Marian y Carlos aun en la cama, disfrutar de ese ratito solo en el sillón, en la terraza, pero ahora con algo que hacer… puse mi música preferida cuando quiero concentrarme en algún que hacer relacionado con lectura o escritura, Café del Mar, lo puse a un volumen muy moderado, bajito y abrí el libro para empezar a leer:

Las cosas podían haber sucedido de cualquier otra manera y, sin embargo, sucedieron así.”

 

 

PD.- Seguramente, de haber una próxima entrega, será para relatar todo el bien que me ha hecho la lectura de este precioso libro en este momento y la vinculación que, sin saberlo, ha tenido para mi, con mi madre.

GRACIAS!